Susana Fuentes Román
Candelas, máscaras y el lago
Para mi amigo el de los ojos tristes
A orillas del lago Titicaca, los hombres vivían como bestias feroces. No tenían religión, ni justicia, ni ciudades; no sabían cultivar la tierra y vivían desnudos. Inti, el dios Sol, decidió civilizarlos. Le pidió a su hijo Ayar Manco y a su hija Mama Ocllo que descendieran sobre la tierra para construir un gran imperio.
La pareja surgió entre las aguas del lago y avanzó hacia el norte.
Leyenda sobre el origen del Imperio Inca (Perú)
Mi amigo sonreía, me miraba de reojo y sonreía. Le extrañaba que sólo medio año después de aquel otro viaje, hubiera aceptado acompañarle en un segundo periplo por las tierras de su país hasta alcanzar Puno, a la mismísima orilla del Titicaca.
Llegamos de noche, agotados por el viaje y el calor, y nos dejamos convencer por aquel taxista para que nos llevara donde quisiera. Todo con tal de conseguir una ducha fría y una cama donde caer plácidamente en brazos de Morfeo. Nos llevó a un hotel en una calle estrecha que no supe ubicar y allí nos dejó con un saludo y un guiño burlón a la recepcionista, una mujer de mediana edad y de vida más que medianamente monótona por lo que declaraban sus ojos pardos que parecían no haber sonreído nunca.
El anhelado sueño reparador no fue tan largo como hubiéramos deseado. Un ruido ensordecedor movió los cimientos del edificio, pensé que se había declarado una guerra no anunciada del mundo contra el mundo y movida por la curiosidad, más que por la extrañeza o el miedo, salí a la calle. Lo que encontré destrozó mi idea de una guerra por sorpresa pero fortaleció mi hipótesis de que tarde o temprano el mundo tenía que acabarse y la locura colectiva que estaba presenciando debía ser muestra del principio de ese fin. El ruido, el color y el desorden lo inundaban todo, se respiraba pólvora combinada con el oxígeno de la atmósfera y, de repente, la peor de mis pesadillas se hizo realidad: dos diablos de horrendas faces se acercaron a mí corriendo, bruscamente me tiraron al suelo sin ni siquiera percatarse de ello y continuaron su camino sin pararse ni preocuparse por mí. Sentí entonces una presencia tranquilizadora a mi espalda y me giré. Mi amigo sonreía, miraba directamente a mis aterrados ojos y sonreía.
Volví de nuevo la vista hacia el escenario que tanto me había sorprendido y me reí de mí misma. El ruido se convirtió en concierto de voces acompasadas junto a gritos de júbilo; el color que yo había identificado con el de la paleta que Goya utilizó para dar vida a sus pinturas negras se tornó en la que usó Gauguin para sus escenas isleñas – brillante y luminosa a la vez que transmisora de paz y tranquilidad - y el desorden se volvió armonioso desfile de máscaras. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Comenzaba febrero y la ciudad se vestía de alegría, como cada año, para celebrar a la Virgen, a la Mamacha Candelaria.
Mi amigo me tomó de la mano, me levantó del suelo y me convirtió en una participante más de la fiesta. Me explicó sus orígenes, dirigía mi vista hacia cada grupo de danzas y me hacía ver los detalles que sólo una mirada entrenada podría distinguir. Era imposible no contagiarse de la alegría, embriagarse con el colorido y ayudar a que la algarabía sonara hasta en el mismísimo cielo.
Aquella pareja había surgido del agua, estaba segura de haberlos visto salir del lago y acercarse a su orilla. El día había sido largo, aún casi más largo que el viaje que nos había traído hasta allí, y habíamos decidido dejarlo morir en paz a los pies del Titicaca con el silencio de aquel rincón y con una última cerveza. Fue entonces cuando los había visto aparecer y también desaparecer ante mis ojos. Pensé que el alcohol había hecho por fin su efecto y que mejor sería no ingerir más... hasta el día siguiente, claro.
Esta segunda vez desperté sin sobresaltos y, tras desayunar copiosamente, lo primero que hice fue acercarme al lago. Quería comprobar aquella visión nocturna que había traído ante mí a aquella misteriosa pareja pero, por supuesto, allí lo único que encontré fue unas aguas de azul intenso y las huellas de la fiesta que aún continuaba.
Los días y sus noches transcurrieron a una velocidad mucho mayor de la que yo hubiera deseado pero eso no constituía ninguna novedad, siempre he pensado que el tiempo es un ladrón avaricioso que se presenta en nuestras vidas con el único propósito de acortar los escasos momentos felices de los que disfrutamos; quizás con esos minutos y horas que nos hurta construya otra realidad para sí mismo.
Llegó el lunes de la Veneración; el final de las celebraciones estaba cerca y también el final de mi estancia en Perú. En pocos días volvería a mi rincón del planeta y a mi rutina diaria: trabajo en la oficina, almuerzo con las compañeras aderezado con conversaciones sobre las monótonas y repetitivas actividades realizadas el fin de semana anterior o sobre las que se planeaban realizar el próximo y vuelta a casa en el autobús de costumbre acompañada con las mismas caras ausentes de cada tarde. Perdida en mis pensamientos, apenas me di cuenta que la Virgen ya había salido de su santuario. Aguardaba ese momento para pedirle algo, era algo importante, estaba segura de eso, lo había pensado y decidido hacía varios días, sí, era algo decisivo en mi vida, pero... cuando vi la Imagen pasar lo había olvidado por completo y lo único en lo que pensé y pedí fue que el tiempo se apiadara de mí y comenzara a devolverme todos esos instantes de felicidad que había acortado en mi vida, que me dejara quedarme allí con mi amigo, ese amigo que me miraba de nuevo de reojo y sonreía:
- Seguro que le estás pidiendo algo a la Virgen. Vosotros los creyentes sois una gente muy curiosa, creéis en la comunicación telepática entre personas y figuras de madera policromada y, por si eso fuera poco, creéis en milagros, porque, conociéndote como te conozco, puedo asegurar que estás pidiendo algún imposible.
- ¡Bah! ¡Infiel hereje de pacotilla!
Mis improperios consiguieron transformar la sonrisa burlona de mi amigo en franca carcajada. Creo que era la primera vez que le veía reír así.
Esa última noche de fiesta decidimos que acabara como la primera: a orillas del lago degustando una cerveza bien fría.
Esta vez estaba segura de lo que había visto. Los dos habían emergido de las aguas del lago y ahora estaban ahí mismo, delante de mí, sin decir palabra. A pesar de lo inesperado de su aparición, mi sensación al encontrarlos era de tranquilidad absoluta. Ella tenía un largo cabello azabache que brillaba gracias a la luz de la luna, una luna inmensa que llenaba todo el sector de cielo que nos cubría. Él era delgado y alto, mucho más alto que ella; sonreía. Miré a sus ojos buscando una explicación a todo aquello y allí la encontré: yo conocía perfectamente esa mirada, no era la primera vez que se cruzaba con la mía. Mis labios dibujaron una sonrisa a la vez que él me tendía su mano izquierda. Giré la vista hacia mi amigo. Esta vez no sonreía pero yo no compartía su tristeza porque tenía la certeza de que era a él a quien había encontrado en aquella mirada que me invitaba a seguirla y de que el tiempo, por fin, se había apiadado de mí.
Alicante, 19 de diciembre, 2004
Susana Fuentes Román
Alicante (España).
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