Buscando
puertos extraños
Susana
Fuentes Román
Buscando puertos extraños
Del fondo del mar
Con ojos fulgurantes
Surge el pez Aurimar
Que navega incesante
En busca de puertos extraños
(Miguel Navarro)
Siempre creyó que las aguas del Mediterráneo eran
las más hermosas de cuantas existían o de cuantas
pudieran ser creadas tanto en el pasado como en un hipotético
futuro aún por llegar. Y estaba convencido de ello antes
incluso de haberse lanzado a la aventura de conocer otras diferentes.
Sencillamente, era imposible que hubiera nada más bello que
aquello que había tenido el privilegio de poder contemplar
día tras día desde su nacimiento.
Muchos pensaban que ese convencimiento tan inamovible era incompatible
con la búsqueda incesante de puertos extraños en la
que se veía envuelto. Muchas eran las voces que se alzaban
para preguntarse cuál podía ser la razón de
tanta agitación, de tanto entusiasmo por conocer nuevos puertos
y otras aguas diferentes que, según esa teoría de
la superioridad mediterránea, habían de ser necesariamente
inferiores.
Aurimar no sabía qué era aquello que le hacía
moverse con tal entusiasmo, no se había parado nunca a pensarlo
y la verdad es que no tenía ninguna intención de hacerlo.
Le era indiferente por completo el motivo que yacía en su
subconsciente y que le impulsaba a recorrer las aguas siempre en
dirección oeste. Le gustaba hacerlo y para él eso
era suficiente. Sabía que nada de lo que había encontrado
o de lo que pudiera encontrar podía mejorar lo ya conocido
pero ¿y esa sensación que recorría todo su
cuerpo cada vez que se acercaba a un nuevo lugar sin saber qué
era lo que le esperaba? ¿eso no contaba? Para él ese
cosquilleo que sentía era suficiente para compensar las horas
de navegación en solitario.
Le gustaba observar sin ser visto, desde lejos. Siempre sonreía
ante el panorama que le era mostrado, el ir y venir de la gente,
la luz que irradiaba el sol, incluso le resultaba agradable el sonido
de las voces humanas, tan estridentes y tan hirientes en tantas
y tantas ocasiones.
Se quedaba allí, inmóvil, esquivando las embarcaciones
de todo tipo, tamaño y color que iban y venían del
puerto de turno, hasta que anochecía y el astro rey, que
le guiaba en su camino, dejaba paso a la amante blanca que le acompañaba
fiel en sus noches de descanso y también en esas noches en
las que le era imposible dormir y las gastaba en dejarse mecer por
las olas mientras permitía que sus recuerdos o sus deseos
fueran desfilando en forma de imágenes. Unas veces sólo
dejaba pasar ante él los buenos recuerdos y las esperanzas
más dulces. Era entonces cuando recordaba a Gregorio, aquel
viejo y sabio pescador de rostro curtido en pliegues que le acompañó
durante varias noches. Nunca supo desde donde llegó, hacia
donde se dirigía y, mucho menos, entendió nunca cómo
consiguió llegar hasta el centro del Atlántico en
esa precaria embarcación de madera. Sólo sabía
que una noche de cielo estrellado apareció, comenzó
a narrarle viejas leyendas sobre la creación de esos astros
y con cada una de sus palabras parecía querer demostrarle
que conocía todos y cada uno de sus más íntimos
pensamientos. Lo extraño fue que esa sensación no
le hizo sentir incómodo sino tranquilo, en paz.
Otras veces se empecinaba en mostrarse a sí mismo sólo
los momentos más amargos por los que había pasado
o en imaginar las situaciones más trágicas que aún
podían llegar. Cuando se sentía triste, disfrutaba
agrandando esa aflicción hasta los máximos límites
que le permitía su imaginación. Gustaba sobre todo
de recordar aquella sirena a la que nunca vio y que en su mente
pintaba de piel morena, adornada con ojos y cabello de obsidiana,
de la que sólo conocía la voz, esa hermosa voz que
le susurraba cantos de amor prometiéndole que eran sólo
para sus oídos y que luego se entregó a otro hijo
de Neptuno que viajaba hacia el norte, más joven y hermoso
que él.
Terminada la noche, cuando ese lucero al que, según decían,
intentaba emular el solitario ojo de Polifemo volvía a aparecer
en el firmamento, Aurimar se animaba a acercarse aún más
a la costa y así lo hizo aquella mañana. Se bañaba
desde hacía ya un mes en el Pacífico. Hasta entonces
había supuesto que las aguas de ese océano serían
frías y al principio así se lo parecieron pero poco
a poco se había aclimatado a ellas e incluso habían
conseguido que no extrañara tan profundamente las suyas que
quedaban tan distantes tras el largo viaje.
Era 14 de junio y aunque en el hemisferio sur el invierno estaba
cerca, lo que se sentía era la primavera en todo su esplendor.
Se decidió a acercarse hasta límites peligrosos -
los límites a los que llegaban aquellos artilugios humanos
de captura - porque la vio a ella. Estaba sentada en aquel pequeño
murete frente a la costa, donde desembocaba un endeble puente de
madera que acercaba el acantilado y alejaba las penas. Su mirada
estaba perdida pero encontró la suya y entonces él
supo sin ningún atisbo de duda que aquello que tenía
enfrente era lo que le había movido todo este tiempo, supo
que su perenne búsqueda había terminado porque ese
ser era lo que había agitado su espíritu y había
conseguido alejarlo de su casa. Entonces sintió el miedo
de aquel que ve el final de su esfuerzo al alcance de la mano, su
recompensa tan cercana que casi la puede tocar y no lo puede creer,
¡no lo quiere creer! Tanto tiempo viviendo con la misma zozobra
interior le había convencido de la imposibilidad de otra
forma de vida y por eso huyó de allí. Apartó
sus ojos de aquellos que le habían deslumbrado hasta casi
dejarlo ciego y los dejó atrás junto al barranco y
el puentecito escondido.
Ella no se rendía tan fácilmente, ella también
buscaba desde hacía mucho tiempo y sabía que aquella
mañana había encontrado todo lo que la haría
sentir viva. Volvió cada día, cada semana, cada mes
hasta que se repitió aquella fecha en su calendario y volvió
la primavera al frío otoño.
Esta vez hubo suerte, lo vio a lo lejos, justo en el mismo punto
en el que había aparecido un año antes para dejarla
a solas con su soledad. Él salió del agua, la rodeó
con sus brazos - sí, tenía brazos y cuerpo humano
pero no le sorprendió, era como si siempre hubieran formado
parte de él - y ya nunca más necesitó viajar
en busca de puertos extraños.
Susana Fuentes Román
Alicante (España).
Copyright ©2004 Susana Fuentes Román.
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