Marcos
Manuel Sánchez
Algo sucedió en la travesía
que emprendieron juntos Tania y Orlando. Un cambio pugnaba por producirse
para perturbar su cómoda existencia anclada en el barrio
alto de la ciudad, un lugar para ricos donde sus almas aspiraban
a conquistar el paraíso.
Tuve ocasión de ser testigo de muchos episodios de su convivencia,
lo que me convirtió, supongo, en algo así como una
cámara que contempla imágenes e imprime en su memoria
los trazos de un dibujo, un rompecabezas que al final de la historia
se completa con una pieza que siempre te pareció que no encajaba
y la dejabas apartada en un rincón.
Antes de que mi enfermedad me postrase en el hospital, mi relación
con aquella pareja me había dejado un poso en la memoria.
Una inquietud empezó a crecer en mí y me ha animado
a contarles aquello de lo que fueron capaces esos dos supervivientes
de la modernidad.
El cambio de rumbo en su viaje compartido pudo haber empezado en
una estancia cualquiera del chalet de tres plantas, agarrado cada
uno a una copa de bourbon:
Orlando y Tania, Tania y Orlando.
Es gracioso que estos cinco años de convivencia me parezcan
tan
prescindibles.
¿Prescindibles? ¿Cómo
puedes tú decir eso? En todo este tiempo no me has dedicado
un momento de amor. Más allá de lo carnal no represento
para ti más valor que un libro desacreditado.
Eres injusta, Tania. Me esfuerzo
por equilibrar nuestra vida y tú te sales por la tangente.
No me incrimines, porque he hecho mucho por ti. ¿O has olvidado
de dónde ha venido todo el dinero que ha estado entrando
en la casa?
Eso es lo que llamas entrega.
Mover el talonario de un lado a otro haciéndote el gallito
y luego llevarme a la cama para terminar de llenar el pozo sin fondo
de tu narcisismo. Pero ahora es distinto. Hace dos años que
me gano muy bien la vida. Si crees que te necesito es que estás
más ciego de lo que suponía.
Claro, desde que te convertiste
en la superejecutiva del banco me miras desde otra altura ¿no
es cierto?
Di mejor que he aprendido
a conocerte. Cuando era una simple empleada carecía de experiencia
tratando a los machitos como tu; hasta me subyugaban con sus contoneos
y presunciones, tan acicalados y perfumados. Por eso me engatusaste.
Supiste utilizar tus armas.
Algo más habría detrás
de la fachada ¿no? O a lo mejor quieres dar a entender que
yo estaba a la altura de una cabecita vacía.
Mira, Orlando, creo que lo
nuestro no está funcionando porque he madurado, mientras
que tú sigues ahí mirándote el ombligo. Por
cierto, que has engordado sobremanera últimamente.
Vaya, yo no puedo decir lo
mismo de ti porque siempre te he visto más inflada que una
rueda de camión.
¿Y qué? Soy
feliz con este cuerpo y no me vencen los complejos. Deberías
tomar ejemplo.
No creo. No resistes una mirada
al espejo, cariño. Me he fijado en eso. Siempre vas con esa
ropa tan holgada
parece un sayón de fraile.
Uff, y tú luces la
papada de un
No sé cuánto tiempo permanecí escuchando aquel
intercambio de veneno, probablemente más del que hubiese
deseado. Cuando decidí intervenir, encontré a Orlando
sólo en la sala, apurando la copa.
No he podido evitar oír
No te preocupes -atajó-.
Es una muestra más de que lo nuestro se deshace. Si es que
alguna vez hubo algo que mereciera la pena.
Mientras observaba a Orlando, plantado a un metro de mí,
con su abdomen prominente y su mano carnosa rodeando el vaso como
una prolongación de sí mismo, tuve la revelación
de algo que hasta ese momento no había apreciado, al menos
de manera consciente: a Orlando le sobraban muchos kilos y por su
papada poblada de pliegues y su escaso pelo que caía sudoroso
sobre la frente aparentaba rebasar la barrera de los cincuenta,
cuando su edad rozaba los treinta y cinco.
¿Qué hay en
Tania que no te guste, aparte del físico? -espeté
a bocajarro.
¿Te refieres a si descuida
su higiene personal o algo así?
No seas cínico, hombre.
Te conozco y sé que ves más allá de lo simplemente
material. Eres tozudo pero no un borrico. Y ahora dime, ¿qué
os está pasando?
Me miró de soslayo mientras se servía más
bourbon. Carraspeó antes de hablar:
Que te lo diga ella. Desconozco
lo que pasa por su privilegiada cabecita.
Dio un trago largo que pareció rasparle la garganta como
una lija y señaló hacia las escaleras que unían
el enorme salón con las plantas superiores de la casona.
La encontrarás llorando
en su habitación.
Dudé entre subir o terminar de una manera más eficaz
el diálogo. Intenté lo segundo:
Orlando, quisiera que de una
vez reflexionaras sobre esto sin salidas de tono ni sarcasmos ¿podrá
ser?
Se encogió de hombros sin abandonar el contacto entre sus
labios y el borde del vaso. En ese instante predije que volvería
a llenarlo en cuestión de segundos.
No puedo reflexionar sobre
algo que no entiendo -murmuró-.Lo más que cabe pensar
de su actitud es que ha encontrado a otro.
Las bolsas amoratadas de piel que colgaban bajo sus ojos reflejaban
que Orlando llevaba bastante tiempo durmiendo mal, probablemente
dándole vueltas a aquello que pensaba en realidad.
Orlando, ¿podrías
decirme por una vez qué es lo que de verdad te preocupa?
Déjate de fingir que no ves más allá de tus
narices
Aparté la mirada de su figura voluminosa y la dejé
vagar por la estancia. Trofeos de caza por las paredes, diez o doce
ciervos, uno de ellos de catorce puntas; unos quince jabalíes
con colmillos más retorcidos que los pensamientos de Orlando
En contraste con el tono roble de la puerta de entrada, un marco
de ébano rodeaba el retrato de Tania como un muro protector
y ensombrecía innecesariamente el semblante marfileño
de la mujer. En ocasiones he pensado que si consiguiera estar más
delgada parecería otra persona. Los ojos en el óleo
reflejaban con el mismo fulgor el tono aguamarina de los auténticos.
Su mirada se había adueñado de mi voluntad hacía
mucho.
Esa permanente chispa
transmitía sensaciones contradictorias;
una pura lucha de opuestos. Esos ojos parecían entregar sus
pensamientos a los que la rodeaban con la misma facilidad con que
dibujaban el enigma permanente de un secreto, como si aquella luz
la produjera una piedra oscura como la noche. Podía imaginarla
sollozando en su cuarto del piso superior, sentada sobre la bicicleta
estática que nunca había llegado a utilizar. Estaría
debatiéndose en un mar de dudas; si yo fuera ella, me marcharía
de aquella casa de la discordia buscando aires más frescos,
un espacio por donde dejaría discurrir mi vida sin permitir
que nadie la perturbara.
Para Tania y Orlando había llegado el momento de la despedida,
el adiós a cinco años en los que la ilusión
había empezado a ceder terreno al abandono y al olvido.
La voz entrecortada de Orlando parecía provenir de muy lejos:
Querías saber qué
es lo que me preocupa
pues bien, se trata de una sola cosa:
la rutina. Nos vamos aburguesando y cada vez pasamos más
desapercibidos el uno para el otro. Créeme, eso de formar
parte del decorado no va conmigo. Ya no recuerdo cuándo nos
dijimos por última vez algo cariñoso, con sinceridad,
que no sonase a convencional
Supongo que el trabajo os agobia
a los dos, es algo inevitable. Nos roba la mayor parte del tiempo
y minimiza la calidad de vida. Si me lo permites te diré
que os ha faltado comunicación; el diálogo es una
sana actividad ¿sabes?
Sí, sí. Hay
que dar cera al matrimonio y todo eso. Algo así como lubricar
la maquinaria para que se siga moviendo. Maquinaria pesada
ja, ja, ya sabes, el exceso de peso y tal.
Oye Orlando, no sé
el por qué de esa obsesión vuestra con la obesidad;
siempre os estáis echando en cara que os sobran carnes y
lo usáis como arma arrojadiza. ¿Por qué no
empezáis por poneros en forma? Igual es el comienzo del fin
de vuestra desdicha.
Lo nuestro requiere una cirugía
agresiva y por separado, así que no será ese el camino.
Orlando se tumbó sobre la
rinconera aterciopelada de espaldas a mí. Con un suspiro
profundo se acurrucó e hizo un gesto con una de sus manos
gordezuelas a modo de despedida. Entendí zanjada la cuestión.
Ya no volvería a intentarlo con él. Era como rebotar
contra un muro de piedra.
Subí el primer tramo de escalera con intención de
decir adiós a Tania, pero detuve mi paso al escucharla hablar
por teléfono. Sí, se trataría de su amiga Irene,
sobre quien solía verter el mar de sus insatisfacciones.
pasado mañana
cogeré ese avión. Nos veremos en Palma a las cinco.
¿Qué? ¿Él? Él no hace nada por
remediarlo. Lo nuestro pasó a la historia hace tiempo.
Decidí que debía dar media vuelta y alejarme de allí.
Mientras descendía por la amplia escalera en forma de espiral
escuchaba la voz de Tania, susurrando entre los rincones, rebotando
en el mármol rosáceo de las paredes. Estas resultaban
frías como el cristal de los ventanales que me separaban
de los jardines sin flor, agrisados por el rigor del invierno.
La parte alta de la ciudad proyectaba su majestuosidad desde una
colina de dientes de sierra que abrazaba como una media luna el
contorno de los suburbios. En ellos, los parroquianos deambulaban
de un lado a otro hasta bien entrada la noche, sumergidos en un
bullicio de trastos a motor transportando cachivaches, motos pestilentes
o gritos desaforados por cualquier motivo peregrino. Tania y Orlando,
como otros de su misma extracción, descendían a esos
infiernos cuando requerían algún mueble antiguo para
decorar la casa, frutas y hortalizas frescas de mercadillo o un
baño de humanidad al igual que cuando recurrían al
gimnasio o a la talasoterapia para recibir su dosis de engrosamiento
del bienestar.
Mi entrañable Volkswagen del ochenta y dos puso distancia
entre la colina de la opulencia y yo, transportándome hasta
el casco antiguo donde disponía de un ático frente
a la iglesia.
Sería la última vez que pisaría la mansión
de mi hermano Orlando en mucho tiempo. Sí, esa noche empecé
a notar un dolor casi insoportable en el pecho, agudo como mil agujas
que punzaran mis entrañas extendiéndose como una brasa
por mi brazo izquierdo. El lateral renacentista de la iglesia recientemente
restaurado asaltó mi mente al mirar por la ventana, quizá
con el mensaje de que aquel monumento había sufrido la enfermedad
del tiempo y ahora lucía agradecido un cuerpo nuevo. También
yo necesitaba una reparación, y de forma urgente.
La ambulancia me dejó en el modernísimo hospital
provincial pasadas las dos de la madrugada. Eso constaba en la ficha
de admisión de la UCI. No había transcurrido más
de media hora desde el ataque, pero me encontraba perdido en el
tiempo, como si mis sentidos se desprendieran de mi cuerpo para
flotar en una dimensión distinta. Me administraron una pastilla
de cafeinitrina que me colocaron bajo la lengua y practicaron algunos
otros manejos en mí de los que solo recuerdo la presión
de una goma elástica y algún pinchazo.
Al día siguiente el cardiólogo del turno de noche
me confirmó que había sufrido una angina de pecho
y que estaría en observación hasta que mis constantes
fuesen perfectas. No sabía el buen hombre que eso era poco
menos que imposible pues habitualmente mi tensión subía
y bajaba como los Picos de Europa o como los vaivenes de la relación
entre Tania y mi hermano. Yo estaba acostumbrado tanto a lo uno
como a lo otro, aunque acababa de recibir en mis carnes una advertencia
de que por ahí no iba bien encaminado. Mis hábitos
de dormir muy poco, comer como un colibrí y trabajar a destajo
con el estrés presidiendo mi vida podrían estar siendo
la causa de un lento suicidio.
El matrimonio de mi hermano se había hundido definitivamente
y sólo yo sabía la causa. Los vecinos o amigos abrirían
desmesuradamente los ojos cuando recibieran la noticia de su separación
pues la imagen pública la cuidaban con mimo y jamás
habían dado motivos de sospecha. Lo mismo que mi recién
manifestado mal: nadie lo habría predicho por mi apariencia
física. Y es que en esta sociedad que vigila tanto la fachada
sólo son susceptibles de tener infartos los fofos, obesos
o feos. Puedo oír a mis amigos:
¿Cómo? ¿Francisco
ha sufrido un infarto? Pero si jugaba al squash conmigo y
le encantaban las ensaladas
Una vez devuelto al calor de las paredes de mi casa, solía
recibir la visita de mi hermano. De vez en cuando me traía
un libro o el periódico y hablábamos del nuevo rumbo
que estaba dando a su vida. Casi no podía creer el aspecto
tan distinto que había adquirido tras innumerables sesiones
de gimnasio, terapias hídricas y clases de jiu-jitsu. ¡El
blando de Orlando practicando artes marciales! Lo nunca visto. Yo
me había restablecido casi por completo y procuraba pasear
a diario por la Dehesa, como indicó el doctor. Reconozco
que me animaba bastante eso de tener repentinamente un hermano convertido
en atleta, así que me aplicaba a ello con ahínco.
Durante una buena temporada dejamos de vernos y hablábamos
por teléfono de cuando en cuando. Al cabo de un año
o así vino a verme a casa. El susto cardíaco había
quedado atrás aunque debía observar unos hábitos
de vida más serenos y reducir tensiones, cosa que se me hacía
bastante cuesta arriba. Para un tipo como yo no es fácil
acostumbrarse a vivir sin una buena dosis de adrenalina.
Orlando me trajo un recuerdo de familia.
Es el álbum de nuestra
Primera Comunión
-le miré con sorpresa-. Éramos
unos enanos.
Hay un poco de todo. Fíjate
en esos dos soldaditos con cara de pánfilo.
Vaya, tú y yo durante
el servicio militar.
Le observé por encima del cuaderno de las fotos. No pude
evitar fijarme en su cara exenta de papada y carnes temblorosas.
Se mostraba tersa y del color adquirido por los que disfrutan de
la vida al aire libre, con ese tostado común entre los que
practican a menudo el esquí.
Volví a la colección de fotos. Allí estaban
los rostros y cuerpos con treinta años menos de familiares
más o menos directos. El reportaje terminaba con una imagen
reciente de mi único hermano en el balcón principal
de su casa del barrio alto. Alterné la mirada entre el álbum
y la figura de Orlando.
Pareces más joven ahora
-afirmé con un tono de incredulidad.
Será porque me he operado
la nariz. La foto es de hace unos cinco años. Tenía
más pelo en la coronilla.
No se trata del pelo o la
nariz, es
todo. ¿Cuánto has adelgazado, treinta
kilos?
Más o menos. Esto de
hacer vida sana y cambiar de aires me ha ido bien. Desde que vivo
solo aprovecho mucho mejor el tiempo.
Ahí estaba él, con su recién estrenada cinturita
torera y algo que me sorprendió: a través de su ropa
se adivinaban unas formas musculosas igualmente desconocidas. Casi
me da un acceso de risa.
Caramba, Orlando, estás...
irreconocible. Si hubiera dejado de verte más tiempo, no
te identificaría ni con mis mejores gafas de aumento.
Le devolví la colección de fotos y me dirigí
al mueble-bar. Cuando abrí la portezuela de las bebidas me
hizo un gesto con la mano:
Lo he dejado, de veras, tomaré
un zumo de pomelo.
Alcé las cejas y sonreí:
Te acompañaré.
Precisamente es algo que me ha recomendado el cardiólogo:
los jugos de fruta desatascan las arterias.
Me dirigí a la cocina y por el camino le pregunté
qué sabía de Tania.
Absolutamente nada, Francisco.
Se puede decir que desapareció sin dejar rastro.
Orlando fijó la mirada a través del ventanal. La
tarde ofrecía un juego de luminosos ocres que daban sensación
de calidez a pesar de aquel desapacible mes de Febrero. Él
parecía buscar en un punto del horizonte, desconozco si lo
hacía pensando en ella, pero no volvió a mencionarla
en el resto de la conversación.
Y dime, hermano, ¿haces
mucha vida social en Suiza? -. Le observé por encima de mis
lentes con cierta sorna.
Nada nuevo -se interrumpió
un momento para beber un sorbo del cítrico-. Bueno, la verdad
es que eso fue hasta hace un par de días. He conocido a una
chica en la estación de esquí. Una monada.
Ah, y la cosa promete
La conocí en la discoteca,
al pie del monte Cervino. De lo más romántico.
Lástima que no pudiera acompañarla a su hotel -apuró
el contenido del vaso sin respirar-. En fin, pero hemos quedado
para el próximo sábado.
Ella también regresaba a España esta semana.
Ajá
pues creo
que te vendrá bien eso de volver a disfrutar de una relación
¿Disfrutar? -me interrumpió
con expresión escéptica- Desde luego que pienso disfrutar.
Y esta vez será muy distinto. Lo sé. He aprendido
y no cometeré los mismos errores. Bueno Francisco, he de
irme. La empresa me va a pagar un máster en el extranjero
y estaré fuera una buena temporada así que, no nos
veremos hasta el verano. Espero que sabrás cuidarte tu solito.
Has tenido un buen arrechucho
Permanecí callado unos instantes. Resultaba chocante que
mi hermano no sacara a relucir a Tania en ninguna ocasión.
En toda mi convalecencia había evitado hablar sobre ella.
No sé si eso obedecía a querer desterrarla de su memoria
o a la sombra de un arrepentimiento. Orlando es demasiado sentimental
como para haberla apartado de su vida sin más. Y me parece
que a Tania tampoco le ha resultado fácil. Nuestra común
amiga Irene me habla de ella de vez en cuando. Me dice que ha cambiado,
pero que en el fondo se siente sola. La voz de mi hermano me sacó
de estos pensamientos:
Oye, te noto como ausente
¿en qué piensas?
¿Eh?, no, en nada en
particular. Le daba vueltas a algo.
¿Alguno de tus clientes
del alma que olvidaste llamar hace cinco minutos?
exhibió una franca
sonrisa- Deberías arrinconar ese stress, ya conoces la opinión
del cardiólogo.
Si, sí, ya lo sé -contesté
un poco aturdido-. Reflexionaba sobre lo falsas que son las apariencias.
Mira, tú mismo has ofrecido siempre un aspecto que, digamos,
no guardaba armonía con
con ningún canon
de belleza.
Gracias por completar la frase.
Quiero decir que, yo he sido siempre un delgaducho y prefiero la
comida ligera. Sin embargo, mi corazón me ha pasado factura
y tú
Tienes razón, yo he
atesorado todos los factores de riesgo: obesidad, copas, tabaco,
stress y a ti el que te ha vencido ha sido este último. He
sido más afortunado, sí.
Orlando cogió su abrigo de lana gris y se colocó
esa especie de boina bohemia
el toque que le faltaba para pasar
desapercibido como Orlando y convertirse en una persona totalmente
distinta al original. Hasta la voz se había transformado
llenándose de matices que la hacían más profunda,
puede que por efecto de haber dejado el tabaco.
Te veré en tu chalet
de Sitges para primeros de Julio -dijo como si entonara un canto-¿O
vas a cambiar tu rutina de soltero empedernido?
No preveo cambios. Ya te avisaré.
Hasta la vista Francisco.
Hasta el verano, Orlando.
Poco más tarde recibí la llamada de Irene. Estaba
seguro que me traería noticias sobre Tania. Y así
fue. Me indicó que había conocido a un chico y que
habían conectado enseguida.
Ha sido cosa de pocos días
pero dice Tania que es un gusto de hombre. A ver si la vida me sonríe
a mí también, que me estoy convirtiendo en una solterona
Pues tu y yo nos arrejuntamos
y escribimos una nueva historia ¿qué te parece? -pregunté
a bocajarro. Irene se carcajeó con la ocurrencia-. Por cierto,
¿tienes algo importante entre manos esta noche?
Si, la aspiradora. La casa
está que da pena. Hay que repasarla.
Bueno, puedo echarte un cable
si quieres. Te ayudaré a hacer cena para dos ¿de acuerdo?
Ella esperó un momento antes de contestar.
Umm, vale, pero tú
traes el vino.
Así, mientras mi vida había ido rebotando entre contactos
ocasionales con conocidas de diversa índole, mi relación
con Irene iba afianzándose poco a poco, conduciéndome
hacia un lugar todavía indeterminado, pero que permitía
vislumbrar alguna esperanza en el horizonte. No podía continuar
engañándome a mí mismo con la cantinela que
solía soltar a los amigos:
¡Bah! Seguré
soltero mientras vosotros os emparejáis, casáis, separáis,
os peleáis por los hijos o les hacéis unos desgraciados.
Yo es que ni me lo planteo.
Ellos solían decirme que si de mí dependiera, la
humanidad se extinguiría sin descendencia alguna en unos
pocos años.
El caso es que las cosas parecían enderezarse para mi hermano
y para mí. A los pocos días de nuestro último
encuentro, Orlando había concertado una cita con su nueva
amiga, Esmeralda, según me dijo. Habían quedado en
un bar de esos que sirven una docena de tipos diferentes de café
con un aroma exquisito. Separados por una mesita de madera, hablaron
de todo aquello que les pasaba por la cabeza. Intercambiaron impresiones
sobre su reciente experiencia en la estación de esquí,
destacando el buen ambiente de la sala de fiestas donde habían
coincidido, con los Alpes al fondo. Orlando pensaba que nunca había
conocido a una chica tan encantadora. Me confesó que no le
había revelado su nombre verdadero, que era como empezar
desde cero en todos los aspectos y para eso quiso rebautizarse como
Pablo. Una estupidez como muchas otras típicas de mi hermano.
El ambiente olía a café de Colombia con una intensidad
embriagadora. Era curioso que fuese la tercera vez que salían
y sin embargo se trataran con una familiaridad poco corriente. A
Esmeralda le dio la misma impresión. "Estoy hablando
con un tipo que es casi una incógnita y me parece que fuésemos
amigos de toda la vida". Si, francamente se trataba de una
sensación que a veces uno tiene cuando está con alguien
que abre una conexión dentro de ti de forma que hasta sobran
las palabras. Esmeralda observaba los rasgos de Orlando: "Esa
barbilla marcada, qué fuerza transmite su rostro".
Qué distinto resultaba Pablo de la persona con la que había
estado durante los últimos años. La voz del hombre
que tenía enfrente transmitía seguridad, afecto y
confianza, no como el otro. Estaba harta de todos aquellos gritos,
de los desplantes, los malentendidos. Había decidido que
ese hombre que tenía ante sí sería capaz de
hacerla feliz. Sí, lo intuía. Ella siempre se jactaba
de tener un fino olfato para esas cosas. Eso sí, le pediría
que le dedicase tiempo, que la atendiera como se merecía,
que la hiciera sentirse importante para él.
Mi hermano observó el bello rostro que tenía ante
sí. Las manos cuidadas, el óvalo de porcelana de la
cara, la silueta cincelada por lo que a buen seguro serían
muchas sesiones de gimnasio... Siempre había rechazado la
dejadez de Tania por su aspecto, la manera deliberada de maquillarse
con todo ese colorete para fastidiarle, la falta de interés
por agradarle a él, que tanto necesitaba de mimos.
Cuando Esmeralda tomó las manos de él entre las suyas
fue para hacerle una revelación:
He de confesarte algo, Pablo
-dijo sin levantar la mirada más allá de los labios
de Orlando. El tacto de su piel tuvo la virtud de reconfortar a
Esmeralda.
Es que
te he mentido
respecto a mi
nombre.
Ah, vaya
-Orlando se
sentía confundido. Él pensaba haberle dicho exactamente
lo mismo.
Es gracioso. Yo también
iba a
no me llamo Pablo.
Ella sonrió enseñando una blanca fila de dientes.
Nada más conocerse allá en los Alpes, celosos de una
independencia recién recuperada, habían ocultado sus
verdaderos nombres.
Esto sí que es coincidencia
¿y cómo te llamas?
Orlando.
La mujer quedó inmóvil en su asiento y miró
a mi hermano fijamente a los ojos.
No
no puede ser.
¿Cómo que no
puede ser? No creo que sea un nombre tan feo. ¿Cuál
es el tuyo?
Tania. Me llamo Tania.
Los dos quedaron perplejos observándose el uno al otro sin
separar sus manos entrelazadas en lo que pareció a ambos
un lapso indefinible de tiempo. Sus ojos se recorrían mutuamente,
ávidos de identificar algún rastro, una señal
de aquellas personas de las que habían decidido huir y que
ahora parecían volver transformadas en arquetipos quizá
soñados, quizá idealizados por una ceguera que les
había impedido verse a ellos mismos. Y esa realidad que acababan
de descubrir les ponía ante sí un reto, una oportunidad.
Se cuestionaban si ese había sido siempre su destino, permanecer,
entregarse el uno al otro, sin velos ni disfraces, amarse sin más.
Quién sabe si Tania y Orlando recuperarían lo perdido.
Quién sabe si algún día Irene y yo viviríamos
juntos para siempre. Para mí, lo mejor de esta vida cambiante
y traicionera es la libertad de elegir. Qué bonito es equivocarse
y tomar otro camino
mientras del error hayas aprendido.
Marcos
Manuel Sánchez .
Ciudad-Real (España)
Copyright ©2004 Marcos Manuel Sánchez.
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