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Punto de
Excelencia

 

EL ALMANAQUE CRIMINAL...

Norbert-Bertrand Barbe


    
EL ALMANAQUE CRIMINAL...

En humilde homenaje
a la manera de Sergio Ramírez

     Llueve.

("Mis camaradas del otro lado del mundo
Es justicia me han olvidado
Le mando una paloma
Brindamos mis hermanos a su salud
")

     Llueve.

("El viento se abisma en mis maletas
.../...
Mis camaradas del otro lado del mundo
Es justicia me han olvidado
Le mando una paloma
Brindamos mis hermanos a la salud de ellos
")

     Me acuerdo de una vieja canción de Joe Dassin.

*

     Necia. Eso es lo que era la mujer de pelos rizados, casi negra, joven, pero recia.

     Hoy fuí al mercado. Compré zanahorías, a la entrada del mercado, una libra de a tres pesos, tres grandes tomates en bolsita de plástico transparente, por cinco pesos, pipianes, por diez los cinco, en la parte más alejada del mercado, por donde los microbuses hacia Managua, pero de los que no pasan por el Crucero, sino que por el otro lado, por Masaya y el Camino de Oriente.

     En una de las carnicerías incrustadas en las paredes levantadas que inducen el mercado en un laberinto encrucijado, compré una libra de pollo, muslo y pierna. Entre dos tiendas de exóticas telas, directamente importadas del Oriental.

     Al salir por el lado izquierdo del mercado, en la calle paralela al supermercado, pero más adentrada por la parte de la parada de los microbuses y la tienda donde venden hielos de zapote y marañones, en pequeñas cajas de 100 gramos, que a mi parecer cuestan cada vez más caro, compré también un ramo de flores (porque no había de otras...). En realidad me arrepentí desde el momento en que las compré; no por el precio, que era barato, 5 pesos el ramo (compré tres), y eran grandes flores abiertas, hermosas y blancas, pero porque no sabía porque las compraba.

     Mejor dicho, las compré como compraba tonterías a mi madre cuando era niño y que esperaba su regreso el miércoles por la tarde. Me acuerdo de una vez en que le compré un ramo de flores inmenso, que debía hacer por lo menos un metro o más de alto, mientras yo tal vez con pena alcanzaba el metro y veinte o treinta, o tal vez sea el recuerdo que lo cambia todo y, como un espejo de Borges, lo metamorfosea a todo, haciéndolo ver como a través de una lupa. Bueno, a pesar de la amplificación debida a mi edad y que el recuerdo, como el mar, fluye y huye, me recuerdo que mi madre, este día en especial (aunque no, en verdad siempre era así), llegó tarde, ¿pero tal vez de verdad este día en especial llegó ella más tarde de lo acostumbrado?

     De cualquier forma, siempre el miércoles llegaba tarde por el almuerzo, al volver de su trabajo, y siempre, todos los días del mundo, volvía tarde también de la oficina, en la noche.

     Tomada con la demás gente, que, al igual que ella, se apresuraba a volver a casa, cansada y con los pies que ya no aguantaban más.

     Era lo clásico, lo habitual, lo acostumbrado, que el miércoles por el almuerzo comieramos papas a la francesa con un bisteck y ketchup Heinz.

     Yo, al salir del centro comercial, donde en la floristería había comprado el más grande ramo posible, con mis pequeñas economias, me fuí a esperarla en la avenida central de nuestro pueblo, y esperando me desesperé, y desesperando, como todo niño, me sentí mal, y sintiéndome mal, me puse a llorar, y llorando pensé que ella nunca más volvería, que ya no me amaba, y que me había abandonado, y que era porque lo había sospechado que le había comprado este ramo, pero que era demasiado tarde, y que ya nada podía hacer al respecto, que era un niño feo y despreciable, y ya. Y, bajo el viento que, de repente, sintiendo mi pena, se pusó bravo, con el ramo empujándome hacia atrás, me encaminé hacia la casa, volviendo la mirada a cada paso, esperando sin querer, ni creer, que finalmente, (con este truco de alejarme física y moralmente del lugar estratégico de espera), engañando al destino, lograría que por fin llegara mi madre desdichada.

     Pero nunca llegaba, y nunca acababa esta avenida maldita, que tuve que recorrer paso a paso, con este enorme ramo que iba hacia atrás, siguiendo el empujón juguetón del viento de una linda tarde, a las dos y pico ya, o tal vez la una y media, bajo el cielo puro y sin nube, como burlándose del pequeño chavo con su ramo gigántesco: "ves, me decía, no hay nubes, y estoy puro, pero el viento te sigue, a pesar de todo, la desgracia y la soledad siempre son así, para todos los demás brilla el cielo, mas para ti no..."

     Caminaba, con dificultad, con mi pequeña estatura, bajo el asalto malévolo del viento insensible, los cachetes mojados pero secos porque el viento secaba en seguida mis lágrimas, y con esta desesperanza interior, este frío glacial en el estómago, esta soledad, de la que nunca nadie podría liberarme, aunque tampoco nunca nadie lo intentó, para decir la verdad (por ser franco), caminaba, y casi volía, mi peso ligero levantado como paja por el viento, pero también a cada rato tropezando con invisibles gravillas del asfalto pulido de la avenida central de mi pueblo, tropezando porque las lágrimas secadas me impidían ver por donde iba, porque el ramo que se balanceaba al viento como bandera amorronada me hacia ir de lado como cangrejo en la arena, mas no era cangrejo y no sabía caminar así, porque a cada rato mis ojos daban la vuelta hacia donde tenía que llegar el carro blanco de mi madre, blanco como mis flores, blanco como el alma del niño que era, sangrando en su interior sin que nadie lo viera, en esta espléndida tarde algo fría pero linda, con su cielo sin nubes, virginal como dios sería si existiera, pero no existe, o es impuro en todo sus gestos y decisiones, ¿quien sabe?

     Y, claro, al fin, pasó lo que tenía que pasar, al tropezar y mirar hacia atrás, finalmente, ví el carro blanco como coche del cielo, no tenía cisnes para tirarlo, eso era la única diferencia creo, e, primero incrédulo, después simplemente aliviado, dí la vuelta, ya no sólo con los ojos, sino que de todo mi pequeño cuerpo, y, ya no sintiendo el peso del alto ramo, ya no sufriendo en mi alma maltrecha por este abandono que no entendía, a pesar de que me sabía responsable, me puse a correr, y me ayudaron el cielo azul perfecto, limpio como un suelo de azulejos recién lavado, con agua y cloro, cuando el balde de agua sucia del polvo de los días anteriores, de los zapatos que pisotearon el suelo día tras días durante una semana o más, se encuentra guardado, detrás de la puerta, afuera, en el patio, para no regar el piso por un gesto inconsciente o fallado, o desgraciado, o lo que sea, me ayudaron el cielo limpio como el alma de dios si existiera (pero no existe, como bien sabemos), el viento que me empujaba con mi ramo, esta vez en la buena dirección, hacia adelante, sin que tropezara porque, por una vez en la vida, a diferencia de cuando uno espera la ruta de un lado de la calle y que sólo pasan en sentido contrario, comiéndose a la gente que las espera del otro lado de la calle, durante media hora o más, sin que pase ninguna ruta por tu lado de la calle, pues, por una vez en la vida, y tal vez la única que recuerde, no había más gravillas peligrosas, o tal vez fuera que, ahí sí, con el ayudo de mi ramo como paracaída o alas envueltas en celofán transparentes (y cielo de gelatina), me puse a volar, sin darme cuenta. (Tal vez también, sin darme cuenta, acababa de parsarse y, peor, pasarme, la mala media hora u hora entera de espera para mi ruta del destino, en espera, precisamente,, de mi madre, con su carro blanco.)

     Con mi madre, siempre tuvimos relaciones complejas.

*

     Tuve que devolverme para comprar queso rayado a la entrada del mercado. No sé porque este mercado asemeja en todas sus calles formas de cruces, tal vez sea herencia de la arquitectura colonial, tal vez sea también porque se encuentra justo después (o detrás) de la iglesia, tal vez por las dos cosas a la vez, ¿quien sabe?

     Ya el sol era más fuerte que cuando llegue al mercado a eso de las siete y media.

     No me gusta levantarme temprano, porque siempre tengo la impresión de no haber dormido lo suficiente.

     Creo que debe ser por mi astma, que no me deja dormir bien nunca, y lo que llaman eso de la apnea del sueño ("sleep apnea"). Pero en cambio, sí, me gusta llegar de los primeros al mercado, cuando todavía las marchantas están alistando sus verduras en los caramancheles, aprovechando la frescura de la mañana, cuando el sol, bajo en el cielo, da, pero en diagonal, y que llega una fresca brisa, proveniente del monte, traída por la sucesión de callejones encerrados entre altos edificios, y protegida por la sombra bienaventurada de la iglesia con su santo que atrevidamente enseña al transeúnte sus muslos, debajo de sus faldas, allá arriba del techo con su campanil, y que todavía no ha llegado el público.
Así que, las manos llenas, con las bolsas medio abiertas por demasiado pequeñas pero que pretendían, sapos presumidos, contener todas mis compras, (pinchería de los vendedores, o desgracia de los países pobres, donde sólo mandan los del primer mundo bolsas pequeñas pensando que para gente que no tiene qué comer son suficientes bolsas que contienen poco, tal vez piensan que, así, hacen obra benéfica, pues, no proveéndonos bolsas que les dieran la más mínima idea de que, en otras partes, hay bolsas grandes para gente que puede comprar varias cosas a la vez - claro, en sus planes, no cabe la hipótesis de la oligarquía criolla -), los dedos a punto de cortarse bajo el peso de mis cinco zanahorías, mis pipianes, mi libra de papas, mis tomates, no tanto por el peso, sino por las bolsas inadaptadas, y con mis flores, agarradas fuertes por el sóbaco hediondo (pues, no suelo bañarme antes de ir al mercado, sólo después, ya que sé que voy a sudar y llenarme de polvo en el calor y el apresuramiento por hacer las compras), los pelos sudando ya que a las nueve y media de la mañana el sol cae recto en la cabeza, aun en el mercado protegido por toldos gruesos y polvosos, sucios, puestos demasiado bajo (a la altura que pueden alcanzar los brazos de las marchantas), pero mi propio hedor escondido por el, menos transparente, de las hojas de bananos, de las verduras podridas echadas en la misma calle, pisoteadas por la muchedumbre apresurada, transpirando ella también, por los olores a carne fresca mosqueada, a vaho que empezan a poner a calentar en grandes estufas negras y redondas, polvoriento por los gases de escape y los granos de arena levantados por los taxis que van hacia Dolores y Diriamba, con mis manos dolorosas, el cansancio, el sudor que no podía quitarme de la frente, sino levantando con pesadez mis brazos terminados por garfíos de plástico importado, con los olores míos y ajenos, como en un coito en este gangbang de zona franca, tuve que devolverme para comprar, ¡maldita sea!, para mis pipianes, queso de rayar.

     Finalmente volví a casa, donde me esperaba la dueña, la mi señora,

("Allá va la mi señora,
entre todas la mejor;
viste saya sobre saya,
mantellín de tornasol,
camisa con oro y perlas
bordada en el cabezón.
En la su boca muy linda
lleva un poco de dulzor;
en la su cara tan blanca,
un poquito de arrebol,
y en los sus ojuelos garzos
lleva un poco de alcohol;
así entraba por la iglesia
relumbrando como el sol.
Las damas mueren de envidia,
y los galanes de amor.
El que cantaba en el coro,
en el credo se perdió;
el abad que dice misa,
ha trocado la lición;
monacillos que le ayudan,
no aciertan responder, non,
por decir amén, amén,
dicen amor, amor.
")

     Me esperaba la mi señora, negrita, pequeña, altiva, con su pelo negro de cuervo de raza, y su nariz delicada, sus grandes ojos abocardados, y su perfil de diosa precolombina esculpido en precioso ébano.
Le obsequie todo y con flores, me dio las gracias.

     Pero ahí no más llegó la Otra, la necia. Negra, gorda, peluda, mosca de campo, necia, revoloteando alrededor de uno, gastándole la vida y bromas, descortesa, a pesar de su edad, malhumorada. Como siempre.

     Pusó mi señora sus flores en una jarra, que a su vez pusó en la mesa del comedor, que daba sobre el patio, el blanco de las flores jugueteando con el rosado de las cortinas a la luz del alto sol de la mañana.

     "¡Los hombres que me regalan flores, yo les encuentro cursí! ¡A mí, no me gustaría para nada!" Dice la gorda, la necia. La Otra.

     (Soy yo que pongo puntos de exclamación. Pero, por el tono, supongo que ahí tenían que estar. ¿Quien sabe?)

     Y es así, supongo, que germinan deseos de muerte en la mente de los más rebeldes y reacios al crimen. No soy católico practicante. Sin embargo, creo que podría hacer algún autodafé si la ocasión se me presentaba.

(CARTA PARA MATAR A BECQUER

Maullando "Guaaaauuuu..."
Al llegar a casa
Regañando al perro que por buscar cariño se acerca más aún
Insultando a los invitados sin cesar
Así como decirlo pues es verdad

Exigiendo "money" y trozos de pizzas
Llorando para no escoger frijoles o limpiar tu cuarto
Ir a la calle más te agrada mimar a tu enamorado sin vergüenza
Siendo entonces lo que te hizo la vida si como Bécquer me preguntas que eres tú
Adolescente insoportable eres la Vulgaridad
)

     Tal vez es en este preciso momento, con el pequeño viento que nos llegaba del patio, y esta visión, desde la cocina, de una casa toda rosada, paredes mamón (cielo mamón, chúpame la tierra), cortinas rosadas, pero no como salmón salido del agua, sino como caja de caramelos ingleses, creo que es con esta visión de casa de muñecas, con todo para mujeres, pero nada para hombres, que me sofocó la idea de estar encerrado en esta vida.

     El mismo lugar, el mismo espacio, el mismo patio. Día tras día tras día.

      Juego de títeres para niñas perversas, y yo que siento hilos que me salen de las muñecas, el cuello, y las rodillas.

     Partiéndome.

     ¿Tal vez sea por eso si camino como autómata? (L'Anatomie mouvante...)

     Ahí fue que, por primera vez pensé en lo que escribe Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas, a propósito de la casa del cuento de los Grimm: "Hansel y Gretel", acogedora, y a la vez peligrosa: es la casa familiar, el vientre materno, protector, pero castrador.

     Eso era mi señora, castradora: un cascanueces para soldadito de madera.

     A los dos o tres días, no antes, por cuestión meramente financiera (tal vez también me habían despistado, las reflexiones de la Otra), volví a comprarle flores a mi señora.

     Mas, al llegar, ella era apurada por alistarse, comer e irse al trabajo, así que me regaño. Me dijo que ¿Porque no les cortaba el tallo y no las ponía yo mismo en un vaso? Que no podía hacerlo todo ella sola.
No volví a comprarle flores. Jamás.

*

     Hacía tiempo que Pablo, el primo ciego de la mi señora, me pedía que viniera a visitarle.

     Un día en que nos encontramos de nuevo en casa de la Pila, no pude sino aceptar, y convenimos que nos reuniríamos el próximo sábado.
Me fuí temprano, a las cuatro, y debo confesar que la pasamos bien, y más que bien.

     Con varias botellas de guaro, y carne asada abundante, tomates picados y tortillas calientes, con sus amigos, que por la mayoría desconocía, salvo el antiguo alcalde, poeta y notable declamador, que, después de los primeros tragos, nos hizo muestra de sus talentos literarios, así como oratorios, y un ingeniero español, casado y viviendo desde hacia varios años aquí (no supe definir si todavía era nostálgico de su patria, o si le gustaba su vida en el país), hablabamos de varias cosas, más que todo (tal vez por complacerme porque era la primera vez en que venía) de poesía.

     Regresé a eso de las nueve, después de prometernos un nuevo encuentro. El cielo ya era totalmente negro y estrellado; yo estaba alegre, no borracho, pero alegre.

     Volví directo a casa.

     Toqué a la puerta. Me abrió el esposo de la Otra. Nos saludamos; pero del cuarto de ellos la oí empezar a chivearse, ¿quien sabe porque?, diciendo que ¡Qué barbaridad!; Que, con mi toda mi bulla, había despertado al bebé, que con tantas penas había puesto a dormir.

     Debo precisar que ella no amaba a su niña. Pues, como tantas quinceañeras sin sesos, se encontró embarazada demasiado temprano, y creo que en el fondo era más por obligar a su madre, la mi señora, ante ella durante varios años más todavía, que por amor al que, a la fuerza, vino a ser su esposo, por un tiempo al menos, porque el mal carácter de la Otra impulsó al año un divorcio (todo silencio, él, como había sido el casamiento).

     Me aleje sin preocuparme de ella, y me fuí hacia la cocina donde estaba mi señora. Me siguió la Otra, me peleó, como no le hacía caso, me tiró un vaso de agua en la espalda, le enfrenté y de poco le dí una bofetada, pero, fuera el alcohol, fuera mi buena composición, o bien el aspecto bovino de sus ojos sorprendidos en su cara redonda al ver que la iba a golpear, sólo le enseñe la palma de mi mano.

     Se puso a gritar que quería tocarla, como cerdo una noche de gritería. Llegó el esposo, que se interpusó entre ella y yo, aunque en realidad entre ella y ella, porque yo ya me fuí a acostar.

     Fue sólo otro día cuando a él también le mande a la mierda, dándole un puñetazo en el hombro.

     Después de dicha noche, fue peor que nunca, a la mañana siguiente, todos los tíos, la tía de Managua, con su carro de vidrios fumados, la abuela (que había desheritado a la Otra en cuanto supo que estaba embarazada), todos, sin excepción, o tal vez sí, creo, el perro del hermano menor, asesinado por un coche ebrio algún tiempo antes, y el gato que nos había adoptado, todos se pusieron en marcha triunfal.
Al parecer el episodio había sido interpretado como una declaración de guerra de mi parte, contra la Otra. Al poco tiempo me acusaron también de querer violarla, y como tampoco era lo suficiente horroroso para sus mentes alocadas, me acusaron, igualmente, de querer violar al bebé. Para hacer buena medida. Sólo el esposo y el gato parecían, al oírlos, escapar a mis inconscientes deseos libidinosos.

     ¿Qué le vamos a hacer?

     Yo seguí mi vida, el mismo lugar, el mismo espacio, el mismo patio.

*


LA NARIZ

A N.G. y G.G.M.

Ayer fui a casa de la Negra Nubia
Donde se come bien y se regala el guaro
Ahí me topé por primera vez con el Coronel
Alto y hermoso oficial
De ojos azules y preciosa cabellera rubia
Estaba borracho.
Sentado solo en un rincón de la cocina
- No habían venido Don Pablo ni el Doctor -
La cabeza caída
Bajo el peso de la aguileña nariz y el verbo ya medio pícaro
Se había metamorfoseado
En una redonda barrica de fábrica.
Me habló de Francia
De sus hazañas
De que había matado a más
De 7 hombres con sus manos desnudas
Para mostrarme
Me agarró tan fuerte el hombro que casi me lo quebró.
Por eso a mí no me gustan los perros.
Nunca se sabe si a uno le matan por amor o por odio.
Dicen que esta noche en el Parque Central
Se le cayó la nariz
A la Estatua de Bronce
Del General Muerto-en-Combate

     De vez en cuando, ibamos a comer donde la Pila.

     Deliciosos nacatamales, exquisita mujer.

     Unas veces invite el esposo de la Otra a la pizzería: pizza de anchoa y cebolla.

     Me dijó que le gustaba. No sé si era cierto.

     Pero a mí, sí, me gustaba. Me gusta la sabia mezcla de sabores entre lo salado, algo amargo, de la anchoa, y lo dulce, como azucarado, de la cebolla.

     Siguió, pues, nuestra vida su rumbo.

     Por lo de la niña, y los pleitos, nuestra vida sexual a mí y la mi señora se encontró pasablemente disminuida;

(Eulalia no tiene quien la bese
Es inconforme ser criada en una casa decente
Yo no tengo unicornio azul
Sólo un gallo pinto
De los que se ven en las camisetas por detrás
Uno que no te da de comer
Pero que se queda mirándote
En la soledad y el tedio
Cuando las chicas todavía sueñan
De las gallinas de su padre
Y ardiendo en los ojos el fuego del deseo
Y esta gracia ingenua en el tocar las cosas
(el patio, la alacena, la cueva y la cocina,
la rueca y la costura, la cuna y la pitanza),
Quedarse parada en el momento de irse
Al final del día de trabajo
Ante la puerta de entrada y las ventanas abiertas
Sin saber si reírse ante las palabras de amor burlonas
O decir adiós en el altar de silencio
De la joven dueña
La donna e' mobile
En función de sus pulgas
Chinear cuando no
Aguantar el coqueteo de los invitados
Las manos en los calzoncillos sucios
Buscar una luz
En las escobas
De los cuartos traseros
En una esquina de puerta
          con los rostros infames
          y chancomidos,
          con las lenguas rajadas
          con las cuencas abiertas.
con cuantos suelos y con cuantas noches enormes y tendidas.
Puede que un día el poeta le de un beso
En pago de los tomados pesos sencillos
A la chica feita del balcón lampaceado
Pero ¿lo entenderá ella
Magdalena llorona
Que nunca ha leído versos?
No me mate, te amo.
Y la niña corre
No me mate, te amo.
Mariposa con lazos blancos
No me mate, te amo.
En la acera reluciente
Del domingo a mediodía
Se detiene y le golpea
A porqués
- El hombre diciéndole

Que a veces el amor es lindo)

     Sin tampoco que eso querra decir que eramos grandes amantes en sentido sexual tampoco, pero había química, y deseo, y nuestros orgasmos eran intensos y verdaderos, y relativamente frecuentes (creo también porque a menudo se denegaba, antes de dejarse acercar, por lo cual me mantenía en permanente estado de deseo, "dime que no, que es mejor..."), bueno, pues, como todo esto se fue al mandiga mar verde, hice con lo que tenía a mano, y que precisamente, lo que tenía a mano eran mis dos manos, y algunos que otros calcetines y calzoncillos.

(TANTOS VIGORES DISPERSOS...

Yo que soy también
Dibujador de jirafas
Y otros monstruos
Que pueblan el mundo de mis medio sueños
Tengo una tanda permanente
(Abierta toda la noche)
De cine porno
En mi mano derecha
Y este viejo par de calcetines
)


     Fue en Hispamer, en Managua, detrás de la UCA, que encontré, a precios bajos, esta serie de libros eróticos del siglo XIX, en reimpresión, creo que por una editorial de Barcelona, con reproducciones de fotos eróticas de inicios del siglo XX. Mujeres a la Renoir, carnes carnales y carnosas, desnudas, pero con medias negras, moños y látigos.

     No sé porqué, pero se parecían vagamente a la Otra.

     Creo que en una de mis tardes de auto-erotismo, me sorprendieron la Otra y su esposo. Por lo menos, al día siguiente había desaparecido el libro al estudio del que más me dedicaba.

*

     La verdad, creo que todo el rollo empezó con eso de los perros del vecino.

     Y la historia del abogado de enfrente.

     Cabe precisar que, como a menudo, salvo tal vez en Managua, aquí todos los vecinos eran primos o conocidos; por lo menos de la mi señora, ya que la casa era suya también (no que tuviera que comprarla ni mucho menos para tenerla: era herencia de su abuelo).

     Entre toda esa gente, hay uno que pisoteaba mucho, abogado de poca monta, pero también tonto amante. A tal punto que una de sus dos conquistas, celosa de la con quien compartía oficialmente su vida, vino y les disparó a los dos, a él en plena garganta. Más estúpida que él todavía, falló, a la otra mujer no le hizo ni verga, y a él, sólo le obligó a llevar el cuello enyesado varios meses. Me daba risa saludarle, porque siempre respondía con el ojo caído, como avergonzado; pues, no podía moverse, y volverse para saludarnos era siempre todo un lío para él. No me gustaba el hombre para nada, con su bigote caído, su aspecto tuerco, y sus yesos que llevaba como si fueran cicatrices de guerra.

     Después de fallar en el asesinato, la criminal de domingo, perseguida por la policía en todo el pueblo, falló finalmente también en su intento por suicidarse, con la misma pistola.

     No sé hacer operetas, sino hubiera escrito una sobre ellos.

*

     Un día que iba a la media cuadra a buscar gaseosas y pan de miel para mi desayuno, en la pulpería María Auxiliadora, en chinela y short, los perros de la esquina me vinieron en cima, asustándome, más porque tenía desnudas las piernas.

     Pues, tuve un amigo que tenía como mascota a un pizote, que le mordió así el tobillo, y desde este día, y a pesar de las numerosas operaciones que tuvo que sufrir, nunca más pudo caminar como antes.

     Yo sabía de estas pastillas, para conservar los frijoles de los insectos.

     Las pastillas del amor, las llaman. Porque, según dicen en los diarios de la capital, los enamorados abandonados y desesperados se suicidan con ellas.

     Pero no sabía donde hallarlas, y tampoco quería comprarlas yo.
Así que un mes tuve que pedirle a la mi señora que me favoreciera algunas, compradas en el mercado o donde sea.

     Lo que, de mala gana, pero al final hizo.

     Cuando le conté lo de los perros, y que había ido a regañar a los dueños, la mi señora se asustó, contádome que el abuelo de los vecinos había matado a un hombre por menos, y que le había pedido al padre de ella, del tiempo en que todos vivían en nuestra casa, que lo escondiera, me contó que no quiso su padre, y que el otro se fue al campo durante algunos meses, y regresó sin que nadie dijera nada, y que nunca fue a la cárcel, y que él y sus hijos eran ladrones, y sabían subirse arriba de los techos, y que teníamos que cuidar mucho de no ponernos mal hacia con ellos.

     Me encachimbó la jodedera.

     De cualquier modo, tal vez por eso fue que tardó tanto a favorecerme las pastillas.

     Y también por eso que, al fin, me las consiguió.

     Pero, como entre tanto, ya que mi señora me dejó plantado largo rato con este asunto de los perros, y que yo tenía que afirmar mi territorio, arregle el problema con un palo y unas piedras, recogidas por donde el antiguo hospital de pobres, donde las paredes son picadas por la orina de los borrachos, y el olor a enfermedad y pompón imposible de asear perdura para siempre, a través del tiempo. Piedras que les tiré al hocico a los dos. Así que ya no eran problema para mí estos perros. Y no me dijeron nada los vecinos, ladrones o no.

     Pero el hecho es que, esto una vez arreglado, ya no tenía porque matar a las pobres bestias, además de que siempre me gustaron los animales. Aunque prefiero los gatos, más inteligentes y educados, a los perros, tontos y ruidosos.

     Y me quedé con la bolsa de pastillas, por utilizar.


*

     Bueno, no sé si la mi señora sospechó algo, pero, por lo menos, no dijo nada. ¿Quien sabe? Cuando encontramos la Otra boca arriba, manos sosteniendo su barriga de ballena.

     Todo el mundo pensó a un accidente, un error. Tal vez de la criada, que no se lavó bien las manos antes de hacer el fresco.
Sin embargo, tampoco la despidieron.

     Tampoco que, al unirme a esta casa de locos, cuando me quebró unos bibelots. Tampoco que cuando me planchaba mal, me hacía hoyos por todos mis vestidos, me quebraba mis botones.

     Tal vez no la despidió mi señora porque era la china de la Otra desde siempre, y que sólo se volvió criada de la casa cuando la Otra ya creció.

     Tal vez era ella el único y último recuerdo que le quedaba a la mi señora de la Otra. ¿Quien sabe?

     Yo sé que el bebé se pusó feliz de que se haya muerto la Otra, pues, no paraba de decir que quería que se muriera.

     De hecho, supongo que no tiene gracia para una niñota de cinco años que su madre le pegue hasta la sangre cada vez que se encuentra sola con ella.

      Desgraciadamente para mí, en lo físico, se parece mucho a su madre (y a su abuelo, el padre de la Otra): misma nariz prominente, mismos pelos rizados de negra, misma cara redonda y oriunda, mismas piernas y brasos peludos.

     ¿Que le vamos a hacer?

     Tal vez mi señora no sospechó nada, o por lo menos no se veía explicar porque fue ella la que compró el arma del crimen.

     Yo conozco a mi señora. Es temerosa, siempre del lado del más fuerte, sin moral, puede hacer cualquier cosa mientras le sirve, en una palabra es mesquina.

     No impide el amor. Pero así es. Tengo que decirlo. Lo debo a la verdad.

     Si no había sido así, me pregunto si hubiera llevado a cabo mi plan; creo que no hubiese sido posible.

     ¿Quien sabe?

*

     En cualquier caso, tuve que irme de la casa.

     Ya no aguantaba todo aquello.

     Mucho menos las fotos del Recuerdo (todas las fotos de la bandera de guerra, y otras tantas estúpideces, de la Otra, que regó mi señora por toda la casa, haciendo de ésta un gigántesco altar a su difunto amor); sin hablar de las flores, los llantos, el recuerdo, peor que tenerla siempre presente.

     Hasta en nuestra cama. Doblemente, porque, además del recuerdo, la niña se pusó fébril, no por la muerte de su madre, sino por el show que nos daba a diario su abuela.

     Así que, finalmente, tuvimos que acogerla en nuestra cama.

     Entre nosotros.

     Yo las dejé a las dos, en su cama, y me fuí a la verga.

     En sentido figurado, como literal.

*

     Me fuí a las putas.

     No tuve suerte, me fuí con el estúpido ese de Marlon, (yo pagué, claro), pero él se fue a bañar antes de coger a su puta.

     Aprovechando, ella se vino para donde yo y la mía, me enseño su pecho, mientras la otra me robó la cartera en mis pantalones sobre que había dejado en una silla, y se fueron antes de que pudiera agarrar la una o la otra.

     Sospecho que las ayudaron los del motel.

     Me arreché, quise llamar a la policía. Al final, ¿para qué?

     El estúpido de Marlon salió al rato del baño, inocente como el día por nacer, como siempre, igual a sí mismo.
¿Qué le vaís a explicar a un hombre así?

     Además los tipos del motel eran bastante raros. Así que esperamos un rato (¿para qué?), sin pedir nada más. Sólo obtuvimos que nos rembolsaran para del precio de la hora. Y nos fuimos a pie, con nuestras 100 bolas de regreso en mi bolsillo.

*

     Hoy sigo soltero.

     Busco chicas en la red.

     Soy algo tímido.

     Y creo que me hizo daño mi experiencia con la señora mía.

     Pues, ella era todo lo que me gusta en una mujer. Así que, buscándola en todas, no encuentro ninguna otra.

     Veremos lo que pasa.

     Dicen que el tiempo, todo lo cura.

     ¿Quien sabe?

      Además, con la ausencia casi total de dinero que es la mía, ¿qué le voy a hacer?

     Dicen que esto no es lo más importante.

     Tal vez, y seguramente, cuando tenés 20 y la vida por delante, pero a los 35, como yo, eso sí que le importa a las mujeres que el hombre tenga o no. (Que sea "generoso", como dicen por eufemismo en los clasificados, en la red.)

     Pero, a lo mejor... ¿Quien sabe?

     Como se dice, mientras uno sigue vivo, siempre hay esperanza.

     Veremos, con el tiempo.

*

     Actualmente, para ocupar mis días solitarios, estoy leyendo un libro.

     (Página18, segundo párrafo del segundo capítulo, dice:

"El vestibulo y la alegría falsa de la electricidad quemándose en el vacío. La percha. Liberado de mi abrigo húmedo, tiemblo. ¿Donde pusé mi bata esta mañana? Está tirada en alguna parte, lo sé. No tengo el más mínimo deseo de buscar. En el cuarto, la cama deshecha de sábanas grises. Un estornudo me hace acurrucarme en el cobertor de lana. Después yerro en el vestibulo, en la cocina. En el comedor, nada ha cambiado. Sobre la mesa Lévitan, mi cuaderno, mi lapicero. ¿Escribiré? ¿No escribiré? ¿Para decir qué? ¿Para tirar qué mensaje repetido? Escribo, ni modo, puesto que es la única cosa que me queda. Debo contar esta historia.")

     Una novela criminal.

Norbert-Bertrand Barbe

Dr. en Literatura Comparada.

Francia.

Copyright ©2004 Norbert-Bertrand Barbe.


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