Mal tiempo para votar, se quejó
el presidente de la mesa electoral número catorce después
de cerrar con violencia el paraguas empapado y quitarse la gabardina
que de poco le había servido durante el apresurado trote
de cuarenta metros que separaban el lugar en que aparcó
el coche de la puerta por donde, con el corazón saliéndosele
por la boca, acababa de entrar. Espero no ser el último,
le dijo al secretario que le aguardaba medio guarecido, a salvo
de las trombas que, arremolinadas por el viento, inundaban el
suelo. Falta todavía su suplente, pero estamos dentro del
horario, le tranquilizó el secretario, Lloviendo de esta
manera será una auténtica proeza si llegamos todos,
dijo el presidente mientras pasaban a la sala en la que se realizaría
la votación. Saludó primero a los colegas de mesa
que actuarían de interventores, después a los delegados
de los partidos y a sus respectivos suplentes. Tuvo la precaución
de usar con todos las mismas palabras, no dejando transparentar
en el rostro o en el tono de voz indicio alguno que delatase sus
propias inclinaciones políticas e ideológicas. Un
presidente, incluso el de un común colegio electoral como
éste, deberá guiarse en todas las situaciones por
el más estricto sentido de independencia, o, dicho con
otras palabras, guardar las apariencias.
Además de la humedad que hacía más espesa
la atmósfera, ya de por si pesada en el interior de la
sala, cuyas dos únicas ventanas estrechas daban a un patio
sombrío incluso en los días de sol, el desasosiego,
por emplear la comparación vernácula, se cortaba
con una navaja. Hubiera sido preferible retrasar las elecciones,
dijo el delegado del partido del medio, pdin, desde ayer llueve
sin parar, hay derrumbes e inundaciones por todas partes, la abstención,
esta vez, se va a disparar. El delegado del partido de la derecha,
pdd, hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero consideró
que su contribución al diálogo debería revestir
la forma de un comentario prudente, Obviamente, no minimizaré
ese riesgo, aunque pienso que el acendrado espíritu cívico
de nuestros conciudadanos, en tantas otras ocasiones demostrado,
es acreedor de toda nuestra confianza, ellos son conscientes,
oh sí, absolutamente conscientes, de la trascendente importancia
de estas elecciones municipales para el futuro de la capital.
Dicho esto, uno y otro, el delegado del pdm y el delegado del
pdd, se volvieron, con aire mitad escéptico, mitad irónico,
hacia el delegado del partido de la izquierda, pdi, curiosos por
saber qué tipo de opinión seria capaz de producir.
En ese preciso instante, salpicando agua por todos lados, irrumpió
en la sala el suplente de la presidencia, y, como era de esperar,
puesto que estaba completo el elenco de la mesa electoral, la
acogida fue, más que cordial, calurosa. No llegarnos por
tanto a conocer el punto de vista del delegado del pdi pero, a
juzgar por algunos antecedentes conocidos, es presumible que se
expresara de acuerdo con un claro optimismo histórico,
con una frase como ésta, por ejemplo, Los votantes de mi
partido son personas que no se amedrentan por tan poco, no es
gente que se quede en casa por culpa de cuatro miscras chispas
de agua cayendo de las nubes. No eran cuatro chispas míseras,
eran cubos, eran cántaros, eran nilos, iguazús y
ganges, pero la fe, bendita sea para siempre jamás, además
de apartar las montañas del camino de quienes se benefician
de su poder, es capaz de atreverse con las aguas más torrenciales
y de ellas salir oreada.
Se constituyó la mesa, cada cual en el lugar que le competía,
el presidente firmó el acta y ordenó al secretario
que la fijara, como determina la ley, en la entrada del edificio,
pero el recadero, dando pruebas de una sensatez elemental, hizo
notar que el papel no se mantendría en la pared ni un minuto,
en dos santiamenes se le habría borrado la tinta, y al
tercero se lo llevarla el viento. Colóquelo entonces dentro,
donde la lluvia no lo alcance, la ley es omisa en ese particular,
lo importante es que el edicto esté colgado y a la vista.
Preguntó a la mesa si estaba de acuerdo, todos dijeron
que si, con la reserva expresa del delegado del pdd de que la
decisión quedara reflejada en el acta para prevenir impugnaciones.
Cuando el secretario regresó de su húmeda misión,
el presidente le preguntó cómo estaba el tiempo
y él respondió, encogiéndose de hombros,
Igual, bueno para las ranas, Hay algún elector fuera, Ni
sombra. El presidente se levantó e invitó a los
miembros de la mesa y a los representantes de los partidos a que
lo acompañaran en la revisión de la cabina electoral,
que se comprobó estar limpia de elementos que pudiesen
desvirtuar la pureza de las opciones políticas que allí
iban a tener lugar a lo largo del día. Cumplida la formalidad,
regresaron a sus lugares para examinar las listas del censo, que
también encontraron limpias de irregularidades, lagunas
y sospechas. Había llegado el momento grave en que el presidente
destapa y exhibe la urna ante los electores para que puedan certificar
que está vacía, de modo que mañana, siendo
necesario, puedan ser buenos testigos de que ninguna acción
delictiva habla introducido en ella, en el silencio de la noche,
los votos falsos que corromperían la libre y soberana voluntad
política de los ciudadanos, que no se repetiría
aquí una vez más aquel histórico fraude al
que se da el pintoresco nombre de pucherazo, que tanto se podría
cometer, no lo olvidemos, antes, durante o después del
acto, según la ocasión y la eficacia de sus autores
y cómplices. La urna estaba vacía, pura, inmaculada,
pero en la sala no se encontraba ni un solo elector, uno sólo
de muestra, ante quien pudiera ser exhibida. Tal vez alguno ande
por ahí perdido, luchando contra los chaparrones, soportando
los azotes del viento, apretando contra el corazón el documento
que lo acredita como ciudadano con derecho a votar, pero, tal
como están las cosas en el cielo, va a tardar mucho en
llegar, si es que no acaba regresando a casa y dejando los destinos
de la ciudad entregados a aquellos que un automóvil negro
deja en la puerta y en la puerta después recoge, cumplido
el deber cívico de quien ocupa el asiento de atrás.
Terminadas las operaciones de inspección de los diversos
materiales, manda la ley de este país que voten inmediatamente
el presidente, los vocales y los delegados de los partidos, así
como las respectivas suplencias, siempre que, claro está,
estén inscritos en el colegio electoral cuya mesa integran,
como es el caso. Incluso estirando el tiempo, cuatro minutos bastaron
para que la urna recibiese sus primeros once votos. Y la espera,
no quedaba otro remedio, comenzó. Aún no pasaba
media hora cuando el presidente, inquieto, sugirió a uno
de los vocales que saliera a cerciorarse de si venía alguien,
es posible que hayan aparecido electores, pero si se han topado
con la puerta cerrada por el viento, se habrán ido protestando,
si han retrasado las elecciones que al menos hubieran tenido la
delicadeza de avisar a la gente por la radio y por la televisión,
que para informaciones de esta clase todavía sirven. Dijo
el secretario, Todo el mundo sabe que una puerta que se cierra
con la fuerza del viento hace un ruido de treinta mil demonios,
y aquí no se ha oído nada. El vocal dudó,
voy no voy, pero el presidente insistió, Vaya usted, hágame
el favor, y tenga cuidado, no se moje. La puerta estaba abierta,
firme en su calzo. El vocal asomó la cabeza, un instante
fue suficiente para mirar a un lado y a otro y para retirarla
después chorreando como si la hubiese metido bajo una ducha.
Deseaba actuar como un buen vocal, agradar a su presidente, y,
siendo esta la primera vez que había sido llamado para
estas funciones, quería ser apreciado por la rapidez y
la eficacia en los servicios que tuviese que prestar, con tiempo
y experiencia, quién sabe, alguna vez llegaría el
día en que también él presidiera un colegio
electoral, vuelos más altos que éste cruzan el cielo
de la providencia y ya nadie se asombra. Cuando regresó
a la sala, el presidente, entre pesaroso y divertido, exclamó,
Pero hombre, no era necesario que se mojara de esa manera, No
tiene importancia, señor presidente, dijo el vocal mientras
se secaba la cara con la manga de la chaqueta, Ha visto a alguien,
Hasta donde la vista me alcanza, nadie, la calle es un desierto
de agua. El presidente se levantó, dio unos pasos indecisos
delante de la mesa, llegó hasta la cabina, miró
dentro y regresó. El delegado del pdm tomó la palabra
para recordar su pronóstico de que la abstención
se dispararía, el delegado del pdd pulsó otra vez
la cuerda apaciguadora, los electores tienen todo el día
para votar, esperarán que el temporal amaine. Ahora el
delegado del pdi prefirió quedarse callado, pensaba en
la triste figura que hubiera hecho de haber dejado salir de su
boca lo que se disponía a decir en el momento en que el
suplente del presidente entró en la sala, Cuatro miserables
gotas de agua no son suficientes para amedrentar a los votantes
de mi partido. El secretario, al que todos dirigieron la mirada
esperando, optó por presentar una sugerencia práctica,
Creo que no sería mala idea telefonear al ministerio pidiendo
información sobre como está transcurriendo la jornada
electoral aquí y en el resto del país, sabríamos
si este corte de energía cívica es general, o si
somos los únicos a quienes los electores no vienen a iluminar
con sus votos. Indignado, el delegado del pdd se levantó,
Requiero que quede reflejada en las actas mi más viva protesta,
como representante del partido de la derecha, contra los términos
irrespetuosos y contra el inaceptable tono de chacota con que
el secretario acaba de referirse a los electores, esos que son
los supremos valedores de la democracia, esos sin los cuales la
tiranía, cualquiera de las que hay en el mundo, y son tantas,
ya se habría apoderado de la patria que nos dio el ser.
El secretario se encogió de hombros y preguntó,
Tomo nota del requerimiento del representante del pdd, señor
presidente, Opino que no es para tanto, lo que pasa es que estamos
nerviosos, perplejos, desconcertados, y ya se sabe que en un estado
de espíritu así es fácil decir cosas que
en realidad no pensamos, estoy seguro de que el secretario no
quiso ofender a nadie, él mismo es un elector consciente
de sus responsabilidades, la prueba está en que, como todos
los que estamos aquí, arrostró la intemperie para
venir a donde el deber le llama, sin embargo, este reconocimiento
sincero no me impide rogarle al secretario que se atenga al cumplimiento
riguroso de la misión que le fue consignada, absteniéndose
de comentarios que puedan chocar la sensibilidad personal y política
de las personas presentes. El delegado del pdd hizo un gesto seco
que el presidente prefirió interpretar como de concordancia,
y el conflicto no fue más allá, a lo que contribuyó
poderosamente que el representante del pdm recordara la propuesta
del secretario, La verdad es que, añadió, estamos
aquí como náufragos en medio del océano,
sin vela ni brújula, sin mástil ni remo, y sin gasóleo
en el depósito, Tiene toda la razón, dijo el presidente,
voy a llamar al ministerio. Había un teléfono en
una mesa apartada y hacia allí se dirigió llevando
consigo la hoja de instrucciones que le habla sido entregada días
antes y donde se encontraban, entre otras indicaciones útiles,
los números telefónicos del ministerio del interior.
La comunicación fue breve, Habla el presidente de la mesa
electoral número catorce, estoy muy preocupado, algo francamente
extraño está sucediendo aquí, hasta este
momento no ha aparecido ni un solo elector a votar, hace ya más
de una hora que hemos abierto, y ni un alma, sí señor,
claro, al temporal no hay medio de pararlo, lluvia, viento, inundaciones,
si señor, seguiremos pacientes y a pie firme, claro, para
eso hemos venido, no necesita decírmelo. A partir de este
punto el presidente no contribuyó al diálogo nada
más que con unos cuantos asentimientos de cabeza, unas
cuantas interjecciones sordas y tres o cuatro principios de frase
que no llegó a terminar. Cuando colgó el auricular
miró los colegas de mesa, pero en realidad no los veía,
era como si tuviera ante sí un paisaje compuesto de colegios
electorales vacíos, de inmaculadas listas censales, con
presidentes y secretarios a la espera, delegados de partidos mirándose
con desconfianza unos a otros, haciendo las cuentas de quién
gana y quién pierde con la situación, y a lo lejos
algún vocal chorreando y premioso que regresa de la entrada
e informa de que no viene nadie. Qué le han respondido
del ministerio, preguntó el representante del pdm, No saben
qué pensar, es natural que el mal tiempo esté reteniendo
a mucha gente en sus casas, pero que en toda la ciudad suceda
prácticamente lo mismo que aquí, para eso no encuentran
explicación, Por qué dice prácticamente,
preguntó el delegado del pdd, En algunos colegios electorales,
es cierto que pocos, han aparecido electores, pero la afluencia
es reducidísima, como nunca se ha visto, Y en el resto
del país, preguntó el representante del pdi, no
sólo está lloviendo en la capital, Eso es lo que
desconcierta, hay lugares donde llueve tanto como aquí
y pese a eso las personas están votando, como es natural
la afluencia es mayor en las regiones donde el tiempo es bueno,
y, hablando de esto, dicen que el servicio meteorológico
prevé una mejoría para el final de la mañana,
También puede suceder que el tiempo vaYa de mal en peor,
recuerden el dicho, a mediodía o escampa o descarga, advirtió
el segundo vocal, que hasta ahora no había abierto la boca.
Se hizo un silencio. Entonces el secretario se metió la
mano en uno de los bolsillos exteriores de la chaqueta, sacó
un teléfono móvil y marcó un número.
Mientras esperaba que lo atendieran, dijo, Esto es más
o menos como lo que se cuenta de la montaña y de Mahoma,
puesto que no podemos preguntar a los electores que no conocemos
por qué no vienen a votar, hagamos la pregunta a la familia,
que es conocida, hola, qué tal, soy yo, sí, sigues
ahí, por qué no has venido a votar, que está
lloviendo ya lo sé, todavía tengo las perneras de
los pantalones mojadas, si, es verdad, perdona, olvidé
que me habías dicho que vendrías después
de comer, dato, te llamo porque aquí la cosa está
complicada, ni te lo imaginas, si te dijera que hasta ahora no
ha asomado nadie a votar, no me ibas a creer, bueno, entonces
te espero, un beso. Colgó el teléfono y comentó
irónico, Por lo menos tenemos un voto garantizado, mi mujer
viene por la tarde. El presidente y los restantes miembros de
la mesa entrecruzaron miradas, era evidente que tenían
que seguir el ejemplo, pero también saltaba a la vista
que ninguno quería ser el primero, equivaldría a
reconocer que en rapidez de raciocinio y en desenvoltura quien
se lleva la palma en este colegio electoral es el secretario.
Al vocal que salió a la puerta para ver si llovía
no le costó comprender que tendría que comer mucho
pan y mucha sal antes de llegar a la altura de un secretario como
este de aquí, capaz de, con la mayor ausencia de ceremonia
del mundo, sacar un voto de un teléfono móvil como
un prestidigitador saca un conejo de una chistera. Viendo que
el presidente, apartado en una esquina, hablaba con su casa desde
el móvil, y que los otros, utilizando sus propios aparatos,
discretamente, en susurros, hablan lo mismo, el vocal de la puerta
apreció la honestidad de los colegas que, al no usar el
teléfono fijo colocado, en principio, para uso oficial,
noblemente le ahorraban dinero al estado. El único de los
presentes que por no tener móvil se limitaba a esperar
las noticias de los otros era el representante del pdi, debiendo
añadirse, además, que, por vivir solo en la capital
y teniendo la familia en el pueblo, el pobre hombre no tiene a
quién llamar. Una tras otra las conversaciones fueron terminando,
la más larga es la del presidente, por lo visto le está
exigiendo a su interlocutor que venga inmediatamente, a ver cómo
acaba esto, en cualquier caso era él quien debería
haber hablado en primer lugar, si el secretario se adelantó,
que le aproveche, ya hemos visto que el tipo pertenece a la especie
de los vivillos, si respetase la jerarquía como nosotros
la respetamos simplemente hubiera expuesto la idea a su superior.
El presidente soltó el suspiro que tenía atrapado
en el pecho, se guardó el teléfono en el bolsillo
y preguntó, Han sabido algo. La pregunta, aparte de innecesaria,
era, cómo diremos, un poquito desleal, en primer lugar
porque saber, eso que se llama saber, siempre se sabe algo, incluso
cuando no sirva para nada, en segundo lugar porque era obvio que
el inquiridor se estaba aprovechando de la autoridad inherente
al cargo para eludir su obligación, que sería que
él inaugurara, de viva voz y sin subterfugios, el intercambio
de informaciones. Pero si no hemos olvidado el suspiro y el ímpetu
exigente que en cierto momento de la conversación nos pareció
notar en sus palabras, lógico será pensar que el
diálogo, se supone que al otro lado habría una persona
de la familia, no fue tan plácido e instructivo cuanto
su justificado interés de ciudadano y de presidente merecía,
y que, sin serenidad para atreverse con improvisaciones mal urdidas,
rehuye ahora la dificultad invitando a los subordinados a expresarse,
lo que, como también sabemos, es otra manera, más
moderna, de ser jefe. Lo que dijeron los miembros de la mesa y
los delegados de los partidos, salvo el del pdi, que, a falta
de informaciones propias, estaba allí para oír,
fue, o que a los familiares no les apetecía nada calarse
hasta los huesos y esperaban que el cielo se decidiese a escampar
para animar la votación popular, o que, como la mujer del
secretario, pensaban votar durante el periodo de la tarde. El
vocal de la puerta era el único que se mostraba satisfecho,
se le veía en la cara la complaciente expresión
de quien tiene motivo para enorgullecerse de sus méritos,
lo que, traducido en palabras, da lo siguiente, En mi casa no
ha respondido nadie, eso significa que ya vienen de camino. El
presidente volvió a sentarse en su lugar y la espera recomenzó.
Casi una hora después entró el primer elector.
Contra la expectativa general y para desaliento del vocal de la
puerta, era un desconocido. Dejó el paraguas escurriendo
en la entrada de la sala y, cubierto por una capa de plástico
lustrosa por el agua, calzando botas de goma, avanzó hacia
la mesa. El presidente se levantó con una sonrisa en los
labios, este elector, hombre de edad avanzada, pero todavía
robusto, anunciaba el regreso a la normalidad, a la habitual fila
de cumplidores ciudadanos que avanzan lentamente, sin impaciencia,
conscientes, como dijo el delegado del pdd, de la trascendente
importancia de estas elecciones municipales. El hombre le entregó
al presidente su carnet de identidad y el documento que lo acreditaba
como el elector, le anunció con voz vibrante, casi feliz,
el número del carnet y el nombre de su poseedor, los vocales
encargados de la anotación hojearon las listas del censo,
repitieron, cuando los encontraron, nombre y número, los
marcaron con la señal de haber votado, después,
siempre pingando agua, el hombre se dirigió a la cabina
de voto con las papeletas, en seguida volvió con un papel
doblado en cuatro, se lo entregó al presidente, que lo
introdujo con aire solemne en la urna, recibió los documentos
y se retiró, llevándose el paraguas. El segundo
elector tardó diez minutos en aparecer, pero, a partir
de él, si bien con cuentagotas, sin entusiasmo, como hojas
otoñales desprendiéndose lentamente de las ramas,
las papeletas fueron cayendo en la urna. Por mi que el presidente
y los vocales dilataran las operaciones de verificación,
la fila no llegaba a formarse, se encontraban, como mucho, tres
o cuatro personas esperando su turno, y de tres o cuatro personas
nunca se hará. Por más que se esfuerce, una fila
digna de ese nombre, CU, tenía yo, observó el delegado
dejadme, la abstención será terrible, masiva, nadie
conseguirá entenderse después de esto, la única
solución será repetir las elecciones, Puede ser
que el temporal remita, dijo el presidente, y, mirando el reloj,
murmuró como si rezase, Es casi mediodía. Resoluto,
aquel a quien le hemos dado el nombre de vocal de la puerta se
levantó, Si el señor presidente me lo permite, voy
a ver cómo está el tiempo, ahora que no hay nadie
para votar. No tardó nada más que un instante, fue
en un vuelo y volvió nuevamente feliz, anunciando la buena
noticia, Formidable, llueve mucho menos casi nada, y ya comienzan
a verse claros en el ciclo. Poco faltó para que los miembros
de la mesa y los delegados de los partidos se fundieran en un
abrazo, pero la alegría tuvo corta duración. El
monótono goteo de electores no se alteró, llegaba
uno, llegaba otro, llegaron la esposa, la madre y una tia de]
vocal de la puerta, llegó el hermano mayor de) delegado
de] pdd, llegó la suegra del presidente, que, quebrando
el respeto que se de-be a un acto electoral, informó al
abatido yerno de que la hija sólo aparecería hacia
el final de la tarde, Dijo que estaba pensando ir al cine, afiadió
cruel, llegaron los padres del presidente suplente, llegaron otros
que no pertenecían a estas familias, entraban indiferentes,
salían indiferentes, el ambiente sólo se animó
un poco cuando aparecieron dos políticos del pdd, minutos
después uno del pdni, y como por encanto, una cámara
de televisión salida de la nada tomó imágenes
y regresó hacia la nada, un periodista solicitó
permiso para realizar una pregunta, Cómo está transcurriendo
la jornada, Y el presidente respondió, Podría ser
mejor, pero, ahora que el tiempo parece aclarar, estamos seguros
de que la afluencia de electores aumentará, La impresión
que hemos recogido en otros colegios electorales de la ciudad
es que la abstención va a ser muy alta esta vez, observó
el periodista, Prefiero ver las cosas con optimismo, tener una
visión positiva de la influencia de la meteorología
en el funcionamiento de los mecanismos electorales, bastará
que no llueva durante la tarde para que consigamos recuperar lo
que el temporal de esta mañana intentó robarnos.
El periodista salió satisfecho, la frase era bonita, podría
dar, por lo menos, un subtítulo para el reportaje. Y, porque
era hora de dar satisfacción al estómago los miembros
de la mesa y los interventores de los partidos se organizaron
en turnos para, con un ojo puesto en las listas electorales y
otro en el bocadillo, comer allí mismo.
Había dejado de llover, pero nada hacía prever
que las cívicas esperanzas del presidente llegaran a ser
satisfactoriamente coronadas por el contenido de una urna en la
que los votos, hasta ahora, apenas llegaban Para alfombrar el
fondo. Todos los Presentes Pensaban lo mismo, las elecciones eran
ya un tremendo fracaso político. El tiempo pasaba. Las
tres Y medía de la tarde sonaban en el reloj de la torre
cuando la esposa del secretario entró a votar.
Marido y mujer se sonrieron el
uno al otro con discreción, pero también con un
toque sutil de indefinibles complicidades, una sonrisa que causó
al presidente de la mesa una incómoda crispación
interior, tal vez el dolor de la envidia al saber que nunca llegaría
a ser parte de una sonrisa como aquélla. Todavía
seguía doliéndole en un repliegue cualquiera de
la carne, en un recoveco cualquiera del espíritu cuando,
treinta minutos después, mirando el reloj, se preguntaba
a si mismo si la mujer habría acabado yendo al cine. Se
va a presentar, si es que se presenta, a última hora, en
el último minuto, pensó. Las maneras de conjurar
el destino son muchas y casi todas vanas, y ésta, obligarse
a pensar lo peor confiando en que suceda lo mejor, siendo de las
más vulgares, podría ser una tentativa merecedora
de consideración, pero no dará resultado en el caso
presente porque de fuente digna de todo crédito sabemos
que la mujer del presidente de la mesa ha ido al cine y que, por
lo menos hasta este momento, no ha decidido si vendrá a
votar.
Felizmente, la ya otras veces invocada
necesidad de equilibrio que ha sostenido el universo en sus carriles
y a los planetas en sus trayectorias, determina que siempre que
se quite algo de un lado se ponga en el otro algo que más
o menos le corresponda, a poder ser de la misma calidad y en la
misma proporción, a fin de que no se acumulen las quejas
por diferencias de tratamiento. De otro modo no se comprenderla
por qué motivo, a las cuatro de la tarde, precisamente
a una hora que no es ni mucho ni poco, que no es carne ni pescado,
los electores que hasta entonces se habían quedado en la
tranquilidad de sus hogares, ignorando ostensiblemente la obligación
electoral, comenzaron a salir a la calle, la mayoría por
sus propios medios, otros con la ayuda benemérita de bomberos
y de voluntarios ya que los lugares donde vivían aún
se encontraban inundados e intransitables, y todos, todos, los
sanos y los enfermos, aquellos por su pie, estos en sillas de
ruedas, en camillas, en ambulancias, confluían hacia sus
respectivos colegios electorales como ríos que no conocen
otro camino que no sea el del mar. A las personas escépticas,
o simplemente desconfiadas, esas que solo están inclinadas
a creer en los prodigios de los que esperan extraer algún
provecho, deberá de parecerles que la arriba mencionada
necesidad de equilibrio del universo está siendo descaradamente
falseada en la presente circunstancia, que la artificiosa duda
sobre si la mujer del presidente de la mesa vendrá o no
a votar es, a todas luces, demasiado insignificante desde el punto
de vista cósmico para que sea necesario compensarla, en
una ciudad entre tantas del mundo terreno, con la movilización
inesperada de miles y miles de personas de todas las edades y
condiciones sociales que, sin haberse puesto previamente de acuerdo
sobre sus diferencias políticas e ideológicas, han
decidido, por fin, salir de casa para votar. Quien de esta manera
argumente olvida que el universo tiene sus leyes, todas ellas
extrañas a los contradictorios sueños y deseos de
la humanidad, y en cuya formulación no tenemos más
arte ni parte que las palabras con que burdamente las nombramos,
y también que todo nos viene convenciendo de que las aplica
en función de objetivos que trascienden y siempre trascenderán
nuestra capacidad de entendimiento, y si, en este particular conjunto,
la escandalosa desproporción entre algo que tal vez, por
ahora sólo tal vez, acabe siendo robado a la urna, es decir,
el voto de la supuestamente antipática esposa del presidente,
y la marea alta de hombres y de mujeres que ya vienen de camino,
nos parece difícil de aceptar a la luz de la más
elemental justicia distributiva, pide la prudencia que durante
algún tiempo suspendamos cualquier juicio definitivo y
acompañemos con atención confiante el desarrollo
de unos sucesos que apenas comienzan a delinearse. Precisamente
lo que, arrebatados de entusiasmo profesional y de imparable ansiedad
informativa, están ya haciendo los periodistas de radio,
prensa y televisión, corriendo de un lado a otro, poniendo
grabadoras y micrófonos ante la cara de las personas, preguntando
Qué le ha hecho salir de casa a las cuatro para votar,
no le parece increíble que todo el mundo haya bajado a
la calle al mismo tiempo, oyendo respuestas secas o agresivas
como Porque era la hora en que había decidido salir, Como
ciudadanos libres, entramos y salimos a la hora que nos apetece,
no tenemos que dar explicaciones a nadie sobre las razones de
nuestros actos, Cuánto le pagan por hacer preguntas estúpidas,
A quién le importa la hora en que salgo o no salgo de casa,
En qué ley está escrito que tengo obligación
de atender a su pregunta, Sólo hablo en presencia de mi
abogado. También hubo algunas personas bien educadas que
respondieron sin la reprensora acrimonia de los ejemplos que acabamos
de dar, pero incluso ésas fueron incapaces de satisfacer
la ávida curiosidad periodística, se limitaban a
encogerse de hombros diciendo, Tengo el máximo respeto
por su trabajo y nada me gustaría más que ayudarle
a publicar una buena noticia, desgraciadamente sólo puedo
decirle que miré el reloj, vi que eran las cuatro y le
dije a la familia Vamos, es ahora o nunca, Ahora o nunca, por
qué, Pues ahí está el quid de la cuestión,
me salió así la ftase, Piénselo bien, haga
un esfuerzo, No merece la pena, pregúntele a otra persona,
tal vez ella lo sepa, Ya te he preguntado a cincuenta, Y qué,
Ninguna me ha sabido dar respuesta, Pues ya ve, Pero no le parece
una extraña coincidencia que hayan salido miles de personas
de sus casas a la misma hora para ir a votar, Coincidencia, desde
luego, pero extraña quizá no, Por qué, Ah,
eso no lo sé. Los comentaristas que en las diversas televisiones
seguían el proceso electoral, ofreciendo pálpitos
ante la falta de datos ciertos de apreciación, infiriendo
del vuelo y del canto de las aves la voluntad de los dioses, lamentando
que ya no esté autorizado el sacrificio de animales para
en sus vísceras descifrar los decretos del cronos y del
hado, despertaron súbitamente del torpor en que las perspectivas
más que sombrías del escrutinio los habían
hecho zozobrar y, ciertamente porque les parecía indigno
de su educativa misión desperdiciar tiempo discutiendo
coincidencias, se lanzaron como lobos sobre el extraordinario
ejemplo de civismo que la población de la capital estaba
dando a todo el país en aquel momento, acudiendo en masa
a las urnas cuando el fantasma de una abstención sin paralelo
en la historia de nuestra democracia amenazaba gravemente la estabilidad
no sólo del régimen, sino también, mucho
más grave, del sistema. No iba tan lejos en temores la
nota oficiosa emanada del ministerio del interior, pero el alivio
del gobierno era patente en cada línea. En cuanto a los
tres partidos en liza, el de la derecha, el del medio y el de
la izquierda, ésos, después de echar cuentas rápidas
de las ganancias y pérdidas que resultarían de tan
inesperado movimiento de ciudadanos, hicieron públicas
declaraciones de congratulación en las cuales, entre otras
lindezas estilísticas del mismo jaez, se afirmaba que la
democracia estaba de enhorabuena. También en términos
semejantes, punto más, coma menos, se expresaron, con la
bandera nacional izada detrás, primero, el jefe de estado
en su palacio, después el primer ministro en su palacete.
A la puerta de los lugares de voto, las filas de electores, de
tres en fondo, daban la vuelta a la manzana hasta perderse de
vista.
Como los demás presidentes de mesa de la ciudad, este de la asamblea
electoral número catorce tenía clara conciencia de que estaba
viviendo un momento histórico único. Cuando ya iba la noche muy
avanzada, después de que el ministerio del interior hubiera prorrogado
dos horas el término de la votación, periodo al que fue necesario
añadirle media hora más para que los electores que se apiñaban
dentro del edificio pudiesen ejercer su derecho de voto, cuando
por fin los miembros de la mesa y los interventores de los partidos,
extenuados y hambrientos, se encontraron delante de la montaña
de papeletas que habían sido extraídas de las dos urnas, la segunda
requerida de urgencia al ministerio, la grandiosidad de la tarea
que tenían por delante los hizo estremecerse de una emoción que
no dudaremos en llamar épica, o heroica, como si los manes de
la patria, redivivos, se hubiesen mágicamente materializado en
aquellos papeles.
Uno de esos papeles era el de la mujer del presidente. Vino conducida
por un impulso que la obligó a salir del cine, pasó horas en una
fila que avanzaba con la lentitud del caracol, y cuando finalmente
se encontró frente al marido, cuando oyó pronunciar su nombre,
sintió en el corazón algo que tal vez fuese la sombra de una felicidad
antigua, nada más que la sombra, pero, aun así, pensó que sólo
por eso había merecido la pena venir aquí. Pasaba de la medianoche
cuando el escrutinio terminó. Los votos válidos no llegaban al
veinticinco por ciento, distribuidos entre el partido de la derecha,
trece por ciento, partido del medio, nueve por ciento, y partido
de la izquierda, dos y medio por ciento. Poquísimos los votos
nulos, poquísimas las abstenciones. Todos los otros, más del setenta
por ciento de la totalidad, estaban en blanco. El desconcierto,
la estupefacción, pero también la burla y el sarcasmo, barrieron
el país de una punta a otra. Los municipios de la provincia, donde
las elecciones transcurrieron sin accidentes ni sobresaltos, salvo
algún que otro ligero retraso ocasionado por el mal tiempo, y
cuyos resultados no variaban de los de siempre, tantos votantes
ciertos, tantos abstencionistas empedernidos, nulos y blancos
sin significado especial, esos municipios, a los que el triunfalismo
centralista había humillado cuando se pavoneó ante el país como
ejemplo del más límpido civismo electoral, podían ahora devolver
la bofetada al que dio primero y reír de la estulta presunción
de unos cuantos señores que creen que llevan al rey en la barriga
sólo porque la casualidad los hizo vivir en la capital.
Las palabras Esos señores,
pronunciadas con un movimiento de labios que rezumaba desdén en
cada sílaba, por no decir en cada letra, no se dirigían contra
las personas que, habiendo permanecido en casa hasta las cuatro
de la tarde, de repente acudieron a votar como si hubiesen recibido
una orden a la que no podían ofrecer resistencia, apuntaban, sí,
al gobierno que cantó victoria antes de tiempo, a los partidos
que comenzaron a manejar los votos en blanco como si fuesen una
viña por vendimiar y ellos los vendimiadores, a los periódicos
y otros medios de comunicación social por la facilidad con que
pasan de los aplausos del capitolio a despeñar desde la roca tarpeya,
como si ellos mismos no formaran parte activa en la preparación
de los desastres. Alguna razón tenían los zumbones de provincias,
pero no tanta cuanta creían. Bajo la agitación política que recorre
toda la capital como un reguero de pólvora en busca de su bomba
se nota una inquietud que evita manifestarse en voz alta, salvo
si está entre sus pares, una persona con sus íntimos, un partido
con su aparato, el gobierno consigo mismo, Qué sucederá cuando
se repitan las elecciones, ésta es la pregunta que se hace en
voz baja, contenida, sigilosa, para no despertar al dragón que
duerme. Hay quien opina que es mejor no atizar la vara en el lomo
del animal, dejar las cosas como están, el pdd en el gobierno,
el pdd en el ayuntamiento, hacer como que nada ha sucedido, imaginar,
por ejemplo, que ha sido declarado el estado de excepción en la
capital y que por tanto se encuentran suspendidas las garantías
constitucionales, y, pasado cierto tiempo, cuando el polvo se
haya asentado, cuando el nefasto suceso haya entrado en el rol
de los pretéritos olvidados, entonces, sí, preparar las nuevas
elecciones, comenzando por una bien estudiada campaña electoral,
rica en juramentos y promesas, al mismo tiempo que se prevenga
por todos los medios, y sin remilgos ante cualquier pequeña o
mediana ilegalidad, la posibilidad de que se pueda repetir el
fenómeno que ya ha merecido por parte de un reputado especialista
en estos asuntos la clasificación de teratología político social.
También están los que expresan una opinión diferente, arguyen
que las leyes son sagradas, que lo que está escrito es para que
se cumpla, le duela a quien le duela, y que si entramos por la
senda de los subterfugios y por el atajo de los apaños por debajo
de la mesa iremos directos al caos y a la disolución de las conciencias,
en suma, si la ley estipula que en caso de catástrofe natural
las elecciones se repitan ocho días después, pues que se repitan
ocho días después, es decir, ya el próximo domingo, y sea lo que
dios quiera, que para eso está. Obsérvese, no obstante, que los
partidos, al expresar sus puntos de vista, prefieren no arriesgar
demasiado, dan una en el clavo y otra en la herradura, dicen que
sí, pero que también. Los dirigentes del partido de la derecha,
que forma gobierno y preside el ayuntamiento, parten de la convicción
de que ese triunfo, indiscutible, dicen ellos, les servirá la
victoria en bandeja de plata, por lo que adoptaron una táctica
de serenidad teñida de tacto diplomático, confiando en el sano
criterio del gobierno, a quien incumbe hacer cumplir la ley.
Como es lógico y natural en una democracia consolidada, como
la nuestra, rematan. Los del partido del medio también pretenden
que la ley sea respetada, pero reclaman del gobierno algo que
de antemano saben que es totalmente imposible de satisfacer, esto
es, el establecimiento y la aplicación de medidas rigurosas que
aseguren la normalidad absoluta del acto electoral, pero, sobre
todo, imagínense, de los respectivos resultados, De manera que
en esta ciudad, alegan, no pueda repetirse el espectáculo vergonzoso
que acabamos de dar ante la patria y el mundo. En cuanto al partido
de la izquierda, después de que se reunieran sus máximos órganos
directivos y tras un largo debate, elaboró e hizo público un comunicado
en el que expresaba su más firme esperanza de que el acto electoral
que se avecinaba haría nacer, objetivamente, las condiciones políticas
indispensables para el advenimiento de una nueva etapa de desarrollo
y de amplio progreso social. No juraron que esperaban ganar las
elecciones y gobernar el ayuntamiento, pero se sobreentendía.
Por la noche, el primer ministro fue a la televisión para anunciarle
al pueblo que, de acuerdo con las leyes vigentes, las elecciones
municipales se repetirían el domingo próximo, iniciándose, por
tanto, a partir de las veinticuatro horas de hoy, un nuevo periodo
de campaña electoral de cuatro días de duración, hasta las veinticuatro
horas del viernes. El gobierno, añadió dándole al semblante un
aire grave y acentuando con intención las sílabas fuertes, confía
en que la población de la capital, nuevamente llamada a votar,
sabrá ejercer su deber cívico con la dignidad y el decoro con
que siempre lo hizo en el pasado, dándose así por írrito y nulo
el lamentable acontecimiento en que, por motivos todavía no del
todo aclarados, pero que se encontraban en curso de investigación,
el habitual preclaro criterio de los electores de esta ciudad
se vio inesperadamente confundido y desvirtuado. El mensaje del
jefe de estado queda para el cierre de campaña, en la noche del
viernes, pero la frase de remate ya ha sido elegida, El domingo,
queridos compatriotas, será un hermoso día. Fue realmente un día
hermoso. Por la mañana temprano, estando el cielo que nos cubre
y protege en todo su esplendor, con un sol de oro fulgurante en
fondo de cristal azul, según las inspiradas palabras de un reportero
de televisión, comenzaron los electores a salir de sus casas camino
de los respectivos colegios electorales, no en masa ciega, como
se dice que sucedió hace una semana, aunque, pese a ir cada uno
por su cuenta, fue con tanto apuramiento y diligencia que todavía
las puertas no estaban abiertas y ya extensísimas filas de ciudadanos
aguardaban su vez. No todo, desgraciadamente, era honesto y límpido
en las tranquilas reuniones. No había ni una fila, una sola entre
las más de cuarenta diseminadas por toda la ciudad, en la que
no se encontraran uno o más espías con la misión de escuchar y
grabar los comentarios de los electores, convencidas como estaban
las autoridades policiales de que una espera prolongada, tal como
sucede en los consultorios médicos, induce a que se suelten las
lenguas más pronto o más tarde, aflorando a la luz, aunque sea
con una simple media palabra, las intenciones secretas que animan
el espíritu de los electores.
La impresionante tranquilidad de los votantes en las calles y
dentro de los colegios electorales no se correspondía con la disposición
de ánimo en los gabinetes de los ministros y en las sedes de los
partidos. La cuestión que más les preocupa a unos y a otros es
hasta dónde alcanzará esta vez la abstención, como si en ella
se encontrara la puerta de salvación para la difícil situación
social y política en que el país se encuentra inmerso desde hace
una semana. Una abstención razonablemente alta, o incluso por
encima de la máxima verificada en las elecciones anteriores, mientras
no sea exagerada, significaría que habríamos regresado a la normalidad,
la conocida rutina de los electores que nunca creen en la utilidad
del voto e insisten contumazmente en su ausencia, la de los otros
que prefieren aprovechar el buen tiempo para pasar el día en la
playa o en el campo con la familia, o la de aquellos que, sin
ningún motivo, salvo la invencible pereza, se quedan en casa.
Si la afluencia a las urnas, masiva como en las elecciones anteriores,
ya mostraba, sin margen para ninguna duda, que el porcentaje de
abstenciones sería reducidísimo, o incluso prácticamente nulo,
lo que más confundía a las instancias oficiales, lo que estaba
a punto de hacerles perder la cabeza, era el hecho de que los
electores, salvo escasas excepciones, respondieran con un silencio
impenetrable a las preguntas de los encargados de los sondeos
sobre el sentido de su voto, Es sólo a efectos estadísticos, no
tiene que identificarse, no tiene que decir cómo se llama, insistían,
pero ni por ésas conseguían convencer a los desconfiados votantes.
Ocho días antes los periodistas consiguieron que les respondieran,
es cierto que con tono ora impaciente, ora irónico, ora desdeñoso,
respuestas que en realidad eran más un modo de callar que otra
cosa, pero al menos se intercambiaban algunas palabras, un lado
preguntaba, otro hacía como que, nada parecido a este espeso muro
de silencio, como un misterio de todos que todos hubieran jurado
defender.
A mucha gente ha de parecerle singular, asombrosa, por no decir
imposible de suceder, esta coincidencia de procedimiento entre
tantos y tantos millares de personas que no se conocen, que no
piensan de la misma manera, que pertenecen a clases o estratos
sociales diferentes, que, en suma, estando políticamente colocadas
en la derecha, en el centro o en la izquierda, cuando no en ninguna
parte, decidieran, cada una por sí misma, mantener la boca cerrada
hasta el recuento de los votos, dejando para más tarde la revelación
del secreto. Esto fue lo que, con mucha esperanza de acertar,
quiso anticiparle el ministro del interior al primer ministro,
esto fue lo que el primer ministro se apresuró a transmitirle
al jefe de estado, el cual, con más edad, con más experiencia
y más encallecido, con más mundo visto y vivido, se limitó a responder
en tono de sorna, Si no están dispuestos a hablar ahora, deme
una buena razón para que quieran hablar después
....
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La rápida instauración del estado de excepción, como una especie de sentencia salomónica dictada por la providencia, cortó el nudo gordiano que los medios de comunicación social, sobre todo los periódicos, venían intentando desanudar con más o menos sutileza, con más o menos habilidad, pero siempre con el cuidado de que no se notase demasiado la intención, desde el infausto resultado de las primeras elecciones y, más dramáticamente, desde las segundas. Por un lado era su deber, tan obvio como elemental, condenar con energía teñida de indignación cívica, tanto en los editoriales como en artículos de opinión encomendados adrede, el irresponsable e inesperado proceder de un electorado que, enceguecido para con los superiores intereses de la patria por una extraña y funesta perversión, había enredado la vida política nacional de un modo jamás antes visto, empujándola hacia un callejón tenebroso del cual ni el más pintado lograba ver la salida. Por otro lado, era preciso medir cautelosamente cada palabra que se escribía, ponderar susceptibilidades, dar, por así decir, dos pasos adelante y uno atrás, no fuera a suceder que los lectores se indispusieran con un periódico que pasaba a tratarlos como mentecatos y traidores después de tantos años de una armonía perfecta y asidua lectura. La declaración del estado de excepción, que permitía al gobierno asumir los poderes correspondientes y suspender de un plumazo las garantías constitucionales, vino a aliviar del incómodo peso y de la amenazadora sombra la cabeza de los directores y administradores. Con la libertad de expresión y de comunicación condicionadas, con la censura mirando por encima del hombro del redactor, se halló la mejor de las disculpas y la más completa de las justificaciones, Nosotros bien que querríamos, decían, proporcionar a nuestros estimados lectores la posibilidad, que también es un derecho, de acceder a una información ya una opinión exentas de interferencias abusivas e intolerables restricciones, particularmente en momentos tan delicados como los que estamos atravesando, pero la situación es ésta, y no otra, sólo quien siempre ha vivido de la honrada profesión de periodista sabe cuánto duele trabajar prácticamente vigilado durante las veinticuatro horas del día, además, y esto entre nosotros, quienes tienen la mayor parte de responsabilidad en lo que nos sucede son los electores de la capital, no los otros, los de provincias, desgraciadamente, para colmo, y a pesar de todos nuestros ruegos, el gobierno no nos permite que hagamos una edición censurada para aquí y otra libre para el resto del país, ayer mismo un alto funcionario del ministerio del interior nos decía que la censura bien entendida es como el sol, que cuando nace, nace para todos, para nosotros no es ninguna novedad, ya sabemos que así va el mundo, siempre son los justos quienes pagan por los pecadores. Pese a todas estas precauciones, tanto las de forma como las de contenido, pronto fue evidente que el interés por la lectura de los periódicos había decaído mucho. Movidos por la comprensible ansiedad de disparar y cazar en todas las direcciones, hubo periódicos que creyeron poder luchar contra el absentismo de los compradores salpicando sus páginas de cuerpos desnudos en nuevos jardines de las delicias, tanto femeninos como masculinos, en grupo o solos, aislados o en parejas, sosegados o en acción, pero los lectores, con la paciencia agotada por un fotomatón en que las variantes de color y hechura, aparte de mínimas y de reducido efecto estimulante, ya eran consideradas en la más remota antigüedad banales lugares comunes de la exploración de la libido, continuaron, por apatía, por indiferencia e incluso por náusea, haciendo bajar las tiradas y las ventas. Tampoco llegarían a tener influencia positiva en el balance cotidiano del debe y haber económico, claramente en marea baja, la búsqueda y la exhibición de intimidades poco aseadas, de escándalos y vergüenzas de toda especie, la incansable rueda de las virtudes públicas enmascarando los vicios privados, el carrusel festivo de los vicios privados elevados a virtudes públicas, al que hasta hace poco tiempo no le habían faltado ni los espectadores, ni los candidatos para dar dos vueltitas. Realmente parecía que la mayor parte de los habitantes de la ciudad estaban decididos a cambiar de vida, de gustos y de estilo. Su gran equivocación, como a partir de ahora se comenzará a entender mejor, fue haber votado en blanco. Puesto que habían querido limpieza, iban a tenerla.