Hoy vuelvo a contemplar el río.
Mi río. Nuestro río.
El de Adolfo Mainar y el mío.
***
Aguas arriba,
junto al recodo,
se desmorona la vieja fábrica
en la que tantos años
trabajó mi padre.
Frente a mí,
dormida,
emerge la isla.
A su espalda,
las siluetas de las montañas
se extienden hasta el infinito.
Aguas abajo,
allá a lo lejos,
el puente de hierro,
orgulloso,
cruza el río.
La tarde es gris
y amenaza lluvia.
***
La primera vez que te vi,
lo confieso, Adolfo,
te odié.
Allí plantado,
fuerte y sano,
hablando con aquel desparpajo
hacías que rieran las mujeres.
Tenías catorce años.
Tu familia
vivía fuera.
Tu padre,
Don Cosme,
era militar.
Al pueblo sólo venías
a pasar los veranos.
Seguí caminando,
cuando por fin llegué
a la pequeña biblioteca
ya te había olvidado.
***
Caía la tarde,
contemplaba el río
desde la playa.
Era mi reino.
A lo lejos
vi tu figura
que se acercaba
paseando por el camino.
Maldito intruso,
niño malcriado.
Volví la cabeza
para no verte si quiera.
Llegó clara
a mis oídos
tu voz.
Aquello era el colmo:
me saludabas;
y yo,
estúpido,
te devolví
el saludo.
No había pasado
mucho rato
cuando charlábamos animados.
Todavía recuerdo aquella,
nuestra primera,
conversación.
Siempre tuviste
ideas propias.
Me decías
que bien pensado
el río era nada.
Cambian sus aguas,
cambian sus orillas,
y así eternamente
sin cese.
Con lógica aplastante,
te respondí
que algo sería
si le llamaban
el río.
Algo o nada,
para nosotros
durante aquellos meses
el río lo fue todo.
Recordarás, Adolfo,
que nunca concertamos cita,
el orgullo nos podía,
pero, ineludiblemente,
puntuales como relojes,
allí nos encontrábamos
cada tarde
de cada día,
hasta que la luz dorada
del crepúsculo
nos imponía
la obligación
de volver a casa.
Un día,
como siempre sucede,
se acabó el verano.
***
Pasaron cuatro años
hasta que Adolfo
regresó al río.
Más alto ;
y por qué no decirlo,
más guapo.
Sobre sus labios
lucía un bigotito
caprichoso.
Había comenzado
sus estudios de derecho.
Su padre,
Don Cosme,
estaba enfermo ;
por eso,
ya no venían al pueblo.
Hoy era una excepción.
Su madre había insistido.
En cuanto pudo,
Adolfo se dirigió al río,
sabía dónde encontrarme.
Parecía feliz.
Aquel día
cuando nos despedimos
apretamos fuerte
nuestras manos.
No sé por qué,
pero sentí
mucha pena
por él.
***
La última vez que te vi,
caminabas con paso lento.
Cuando bajaste a la playa,
nos abrazamos.
Te sentaste junto a mí
en nuestro viejo tronco.
Parecías cansado.
Tu padre
había muerto.
Ejercías de abogado
y te ibas a casar.
Tenías veintiséis años.
Fumábamos en silencio.
Mirabas el río
con ojos sin brillo.
Y yo, Adolfo,
esa tarde
no te pude ayudar.
Estabas allí,
perdido,
la vida te había hundido,
y tú eras el mejor.
Aquella fue la tarde
en la que el río
se tragó
a Adolfo Mainar.
Dulcemente, Adolfo,
te rendiste
a sus aguas
repitiéndome
que no había peligro,
que te dejara.
***
Hoy vuelvo a contemplar el río.
Mi río. Nuestro río.
Ahora estoy seguro.
El río es algo,
y no nada.
Escucha, Adolfo.
Cambió tu rostro
y cambiaron tus días,
pero también
tú fuiste algo,
y no nada;
por eso es
por lo que puedo
en esta tarde
repetir tu nombre.
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