En la ciudad capital
hoy es noche de vela.
Aunque quiera,
ningún ojo se cierra.
Un hombre está sentado
en un gran despacho blanco,
a través de los abiertos ventanales
su mirada se pierde
en el oscuro horizonte.
De repente,
en los pasillos,
leves murmullos
y apresurados pasos.
Sólo un instante
y el estrépito se desvanece.
No hay nada que temer.
La guardia se ha redoblado
con gente de fiar,
sobre todo ningún indio,
ni gris sedicioso,
entre los soldados del palacio.
El presidente Don Pedro
no tiene miedo,
pero sabe lo que se juega.
Mañana toda su obra
será puesta a prueba
y él no podrá luchar.
Todo se decidirá
en aquel fuerte de la frontera,
justo al pie del desfiladero ;
siempre ha sido ése el lugar,
piensa Don Pedro,
ahora y en su juventud
y en tantas otras guerras.
"¡Malditos sean los grises!",
vocifera para sus adentros,
"¡se los trague el infierno! ".
Con paso lento,
Don Pedro sale al balcón,
mas aunque lucieran mil soles
en medio de la triste noche,
su vista no alcanzaría
lo que su corazón anhela.
***
Allá donde la mirada
del viejo caudillo
no alcanza,
otro hombre
tampoco duerme.
Ha querido el destino
que Pedro sea
también su nombre.
El joven teniente Pedro
desconoce el miedo,
y está al mando.
Fuera en el patio
ha comenzado el ir y venir,
un incesante trajín.
La batalla será a campo abierto.
Sin artillería.
Mejor,
piensa el teniente Pedro,
frente a frente,
con honor.
Ya suena la trompeta.
La hora de partir está cerca.
Antes de montar,
el joven teniente
revisa su tropa:
sus invictos soldados,
los briosos azules,
y sus vanguardias de indios,
con sus estrafalarios tocados,
sus lanzas,
sus hachas de guerra
y sus dardos.
El joven teniente
brinca a su caballo
y grita fuerte:
"¡Adelante!".
Tras un cristal
una mujer llora,
teme vestir luto
antes de ser esposa.
***
Ni tan siquiera
media hora de marcha
separa el fuerte
del desfiladero.
Ya está a la vista
del teniente Pedro.
Amanece en el cielo ;
en la tierra,
todavía silencio.
De improviso,
así es siempre la vida,
una nube de polvo
crece como un incendio
en la boca del desfiladero.
"¡Los grises, los grises!",
se repite como un eco.
El joven teniente
desenvaina su sable
y ordena la carga.
¡No serán los azules
los que rehúyan la cita!.
¡También los grises
aceptan el envite!.
La atónita llanura
contempla la lucha,
el terror y la locura
de los hombres.
Pero nada detiene
a la espada inmisericorde
del joven teniente.
Como un huracán
cabalga sobre los gritos
y sobre la sangre.
Mengua el día
y la batalla no se decide.
Parece que un milagro
hiciera que los caídos
volvieran a levantarse
para proseguir la pugna.
***
La voz de una mamá
llega desde la cocina:
"Pedrito, cariño,
haz favor,
recoge los juguetes,
que ya es muy tarde
y mañana has de madrugar".
Y Pedrito,
que es muy obediente,
así lo hace.
El niño se mete en la cama.
A lo que parece
la Historia y sus cronistas
deberán esperar.
Silencio,
Pedrito ya duerme.
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