Premio
Punto de
Excelencia

 

El cartero

Roxana Heise V.


    EL Cartero

     Ojalá que el cartero traiga noticias esta vez; ya van diez cartas con la misma procedencia y nada en concreto. Una vez más me siento morir en la sonrisa del cartero, quien dice: hasta pronto, que esté muy bien. Le pido espere un segundo, tengo algo que decirle. Él no percibe mi ansiedad, ni siquiera ve mi rostro cuando abro el sobre proveniente de Europa, con el mismo remitente y un contenido similar a los anteriores, pero esta vez agrega una fotografía tuya tomada recientemente. Según cuentan fue entregada por alguien en las manos del cónsul, como uno de los tantos detenidos desaparecidos que aún no toman contacto con su familia. Nada sabemos de tu domicilio, parece que la vida te hubiera robado, y esa barba tuya, ¡Mi Dios!, ¡Tanto cambiaste! Cientos de veces te pedí que abandonaras la política. Debiste quedarte en casa, ayudarme a criar a nuestros hijos, cuidar de mi, pero no, estaban tus ideales, tus ideales como si dieran de comer, luego vino el golpe, la dictadura y todo lo demás. Después de veinte años; ¿tú crees que un hijo reconocería el rostro de su padre?, para nada. La rebelión se fue contigo y quedó junto a mi, tejiéndome la conciencia, profanando mis pensamientos, diciéndome: idiota, debiste pensarlo mejor, nadie merece vivir así, esperando una respuesta que nunca llega. De no ser por esta espera hace siglos hubiera reconstruido mi historia, después de llorar sobre tu tumba todas mis desventuras. Ahora la casa está vacía, también las manos del cartero tras entregarme aquel sobre. Nuestros hijos se marcharon a estudiar, luego vino la menopausia, el nido vacío, unas gotas de rubor en las mejillas y mis memorias; las memorias de una vieja que aún no ha envejecido sólo por milagro. Mañana tal vez, el cartero acepte el café tan prometido y podamos intercambiar una que otra palabra. Hace miles de años preciso de un amigo, si hasta mi propia voz comienza a parecerme extraña.

     El cartero es un tipo de familia modesta. Tenía sólo treinta años cuando enviudó y su repentina soledad lo obligó a refugiarse en casa de su madre, lugar en donde vive hasta el día de hoy. Dada la precariedad de sus recursos económicos y una larvada depresión que lo fue consumiendo, terminó relegando su vida al oficio de cartero, pero aprendió a disfrutarlo al contemplar las sonrisas en los rostros de la gente. Caminar por las calles tiene una extraña magia, cuenta; uno camina y existe, sólo existe y camina. A veces se observa el cielo, otras los prados en los alrededores, las personas que siempre están, son aquellas que pasan por la vida sin hacer ruido y él odia toda clase de complicaciones, él es de aquellos que viven sin cuestionamientos. Cuando escucho al cartero siento una sana envidia, ha de ser por lo compleja que soy, por mi extraña forma de amar; agonizando en los recuerdos como si fuera una especie de cucaracha del tiempo. Pese a todo el cartero simpatiza conmigo, sabe bien que las cosas no siempre resultan, no obstante él no comprende, lo repite una y otra vez, no comprende por qué una mujer tan atractiva puede estar sola. Pienso en ti en ese momento, pienso en la fotografía que te muestra tan distinto y me pregunto si interiormente seguirás siendo el mismo. Pero la vida nos cambia, el cartero lo confirma, sufrimos con los años una rara metamorfosis; si al menos fuera para bien, dice él, con tanta ingenuidad, pero la vida nos hace daño y cuando es mucho, volcamos ese daño hacia los demás, para vaciarnos por dentro y quedar libres de nuestro propio veneno. Me pregunto por qué nunca antes reparé en la mirada verdeagua del cartero, ni en sus manos enormes, terminadas en punta. Tal vez estaba ciega y sorda, tal vez estaba muerta, esperando una promesa que viniera a rescatarme. Ahora sé bien lo que debo hacer; debo dejar tu fotografía guardada por ahí, hacer algo distinto, como tener un amigo, o mejor aún, tener un amante que me quite la vergüenza y se lleve la incertidumbre de tu mirada hacia un lugar sin rumbo fijo.

     El cartero sigue allí, malherido, pues le dije que no pensaba interesarme en otro hombre aparte de ti. Le dije que hace años hice una promesa, si no estás ahora, es sólo por accidente. Ni yo misma me lo creo, el cartero está triste, le ofrezco un poco de ron para pasar el mal sabor de mis palabras. Dice que no, se marchará pues tiene unas entregas pendientes y después de todo, caminar tantos kilómetros lo tiene agotado. Pero él se ve tan joven, tan lleno de vigor. No puedo evitar hacerle un comentario sobre sus poderosos bíceps. Dice que a veces levanta pesas, cuando no levanta alguna calumnia...me hace reír, reímos a carcajadas como si estuviéramos en un parque de diversiones. Él no acostumbra a beber, tengo helado en la nevera, al cartero le gusta, es helado de vainilla y hay muchas historias de niños que saben a vainilla. Volvemos a nacer, luego vamos creciendo, crecimos juntos, la conversación se extiende hacia una adolescencia llena de nudos grises y una que otra conquista. Siempre apareces tú en el fondo de mi cabeza, removiéndolo todo, como si fueras un enorme rastrillo en un campo de trigo desmembrado, pero te dejo marchar y observo de lleno la boca del cartero, la boca en la que nunca antes había reparado tal vez por falta de voluntad, de aquella voluntad que vuelve a las mujeres mucho más mujeres aún.

     El cartero me besa, hacía siglos que deseaba besarme pero no se atrevía, me besa una y otra vez hasta que olvido tu nombre, hasta que me dejo arrastrar por la fuerza de una manos que saben a promesas, a promesas verdaderas.

     Al otro día el cartero se presenta por la tarde. No digo palabra, sólo abro la puerta. Llevo el pelo desordenado, recogido en un moño y una sonrisa joven que hace tiempo no lucía. Me siento liviana, camino por el corredor con una fuerza extraña impulsando mis espaldas, ha de ser el pensamiento del cartero que me lleva con él a un privado lugar de la casa. Arroja su bolso sobre un sofá, cercano al baúl en donde relegué tu fotografía para no sentirme culpable.

     Pensaba serte fiel, existir en tu recuerdo y en el noble afán que te llevó al exilio, pero ahora los segundos tienen más prisa que de costumbre y ya me harté de jugar al ángel que llora eternamente la expulsión del paraíso. Los hijos ya no vienen, están tan ocupados. El cartero me propone que lo olvide todo, que lo olvide todo y sólo piense en él por un instante. Coge mis manos, estoy temblando, tengo miedo, como lo tuve aquella vez que ya no recuerdo y la cama tan amplia y desolada se llena de su cuerpo con olor a canela. El cartero me besa, me abraza, retozamos, ya no sé quien soy y olvido la carta, la carta que no llega y el mundo que no tengo, el mundo que es todo él ahora, ahora y siempre, quizás. Lo bebo, lo tomo de una vez hasta drogarme y comienzo a revivir, como si alguna vez hubiera muerto sin siquiera enterarme.

     Ahora el cartero me visita con más frecuencia, trae alguna flor recogida en el camino, compartimos el té de un modo casi fraterno hasta que el duende del deseo regresa a perturbarnos. Entonces me mira, del modo en que tú me mirabas hace más de veinte años y me siento renacer en la sonrisa del cartero y en todo lo que viene por enésima vez. Pienso que ha sido una bendición conocerlo, descubrir aquella pasión que contrarresta su carácter aparentemente frío y me hace sentir una experta en las artes amatorias. Un día más acabo rendida en los brazos del cartero y volvemos a conversar nuevamente de lo mismo. Porque no es nostalgia la palabra adecuada para describir el pasado de cada uno de nosotros. Tal vez seamos dos perdidos en la ruleta del tiempo, dos insensatos. Ella no puede revivir, no puede, repite con tristeza evocando el pasado. Yo conozco el exilio, le digo despacito; el exilio es correr de un lado a otro sin rumbo fijo, es mirar a tu alrededor y no reconocer a nadie, pues cuando precisas de alguien no encuentras a quién llamar y si lo tuvieras, aquel ya no tendría nada para entregarte.

     Tomo tu fotografía desde el fondo del baúl y acaricio tu rostro mancillado por el tiempo. Había tanto que decir, tanto que perdonar, que acabé olvidándote en brazos de aquel que continúa trayéndome noticias tuyas. No hay nada en concreto, la investigación aún se encuentra postergada y ya estoy por aceptar la proposición del cartero, quien me pide desde el sofá que desista y acepte de una vez que aquello no tiene regreso. Tal vez tenga razón, tal vez estés feliz en algún país de Europa, viviendo en compañía de una magnífica mujer, que también decidió olvidar el pasado.

     Al cartero no le molesta si dejo tu fotografía en el sitio que merece el mejor de los recuerdos. Después de todo eres el padre de mis hijos, y él comprende, comprende que a estas alturas no podemos cambiar lo vivido. Yo le agradezco, le agradezco infinitamente, mientras arrojo mis brazos alrededor de su cuello y le beso las orejas y parte de las mejillas. Mañana tal vez todo habrá tomado un nuevo curso, murmuro en silencio, mientras suena el timbre algo más fuerte que de costumbre. Ordeno mi cabello automáticamente y camino lentamente hasta la puerta, por el agravio de haber sido interrumpida. Entonces apareces tú, con tus veinticinco años de distancia y aquel rostro de fotografía inmortalizada.

     Intento decir palabra, pero las testarudas sílabas me abandonan. Me miras con ternura, con una ternura amarga, añeja tal vez...Dices algo que no logro escuchar, porque mis pensamientos se han alborotado y mi memoria ya no es la misma de tanto recordarte.

     El cartero coge el bolso que colgó en el perchero, me mira de reojo y hace un gesto de asentimiento, luego se va, yo me quedo, me quedo frente a ti sin saber qué hacer ni qué decir...

Roxana Heise V.

Del libro: DES-ATADOS
CUENTOS DEL DESAMOR
Registro propiedad intelectual Nº 138.136

Roxana Heise V .

Concepción (Chile)

Copyright ©2004 Roxana Heise V.


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