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Excelencia

 

TIENES QUE ECHARLE LA NEGRA A UN TIPO LLAMADO FRANK

John Cuéllar


El Grito (Edvard Munch, 1910). Óleo;  Munch-museet.  Oslo.  Noruega.

Ilustración: El Grito (Edvard Munch, 1910). Óleo; Munch-museet. Oslo. Noruega. Edvard Munch (1863-1944)

 TIENES QUE ECHARLE LA NEGRA A UN TIPO LLAMADO FRANK

 

A Carlos Alberto, mi hermano;
donde se encuentre.

Estoy sentado en la antesala. Aurelio permanece de pie con un saco y un paraguas en el brazo. Usted baja del segundo piso, me sonríe, coge el saco y el paraguas dándole las gracias a Aurelio. Enseguida se acerca hacia mí que, pese a su sonrisa, me encuentro triste. Me da una palmada cariñosa en la mejilla y dice que todo estará bien. Aún no entiendo por qué estoy triste y por qué me dice que todo estará bien. Alguien llama a la puerta. Aurelio vuelve hacia nosotros y le dice que ha venido un señor elegante. Usted posa su mano derecha en mi hombro, inclina un poco la cabeza y se aleja. Aurelio y yo, intrigados, nos quedamos intercambiando miradas por unos segundos. Me levanto del sofá, me dirijo hacia la ventana y a través de ella veo que usted, mi padre, se aleja en un automóvil negro. Luego una densa neblina hace su aparición y el automóvil desaparece. Volteo hacia donde permanece Aurelio y noto que mantiene fija su mirada hacia la alfombra. Corro hacia la puerta, cojo la manija, la muevo pero no se abre. Vuelvo la mirada hacia Aurelio que permanece cabizbajo. Lo llamo: “Aurelio, Aurelio.”, pero a medida que vuelvo a llamarlo se va desvaneciendo. No entiendo por qué se desvanece, me desespero, quiero ir en su ayuda, doy gritos. “¡Nooooo!”

Frank se encontraba en su cama. El sobresalto hizo que Aurelio, el mayordomo, ordenase a la sirvienta que despierte a Marisol. Ésta, apenas oyó el llamado de la sirvienta: “¡Señora Marisol, el joven Frank!”, fue hacia el dormitorio de Frank.

–¿Qué pasó? –dijo Marisol, su madrastra, apenas posaba la mano en el alféizar.

–Nada.

–¡Cómo que nada!, si dicen que gritaste enloquecido.

–Sí. Pero fue sólo un sueño.

–¡Ah! Menos mal. ¿Y qué soñaste? –interrogó, malhumorada.

–No... no recuerdo bien, pero mi padre, Aurelio y yo estábamos en la antesala.

–¡Ah! –se le adelantó–. Y supongo que eso fue lo que te asustó.

–No. Es que…

–Sueños, sueños, sueños –interrumpió Marisol–. Debes entender que los sueños, sueños son. Y no sé qué hay de malo en que tú, tu padre y Aurelio se encuentren en la antesala. A propósito –dijo volviendo la mirada hacia Aurelio que se encontraba a un costado–, recuérdale al chofer que a las nueve debe ir al aeropuerto a recoger al señor.

Frank se conformó con observarla en silencio. No podía esperar mucho de alguien que no era su madre, menos aún de una madrastra como ella. Apenas se alejaron Marisol y Aurelio, se dirigió a su estudio, se sentó, iluminó su escritorio, levantó la cabeza hacia un costado y cogió un libro viejo, cuya cubierta carcomida exhibía apenas el título: Doctrinas psicoanalíticas .

El reloj marcaba seis y treinta de la mañana, cuando abrió el libro y estuvo hojeándolo. Un presentimiento hizo que se detuviera en el capítulo IV: La interpretación freudiana de los sueños (traumdeutung). Relación recíproca entre los planos consciente e inconsciente a través de los sueños. Crítica de la interpretación freudiana de los sueño s.

Eran las siete y treinta cuando terminó de leer y releer el capítulo. Salió del estudio, cruzó el dormitorio y llegó al cuarto de gimnasio. Se observó en el espejo grande adosado en la pared y le pareció ver la imagen de su padre. No tenía ganas de quitarse el pijama, menos de hacer uno que otro ejercicio rutinario. Se sentó sobre la alfombra, cruzó las piernas, apoyó las manos sobre los muslos y continuó observándose en el espejo. De rato en rato inclinaba lentamente la cabeza, hacia la izquierda y hacia la derecha. A veces le daba por cerrar los ojos, aspirar lo más que podía y luego espirar.

A las ocho el mayordomo llamó a su puerta, pero al no obtener respuesta decidió ir del dormitorio al estudio y, luego, al cuarto de gimnasio. Ahí lo encontró, sentado en la alfombra.

–¿El joven Frank se siente mal? ¿Desea que le traiga el desayuno a su cuarto? –preguntó, temiendo ser inoportuno.

–No... no hay por qué preocuparse, Aurelio. Ya voy para el comedor –respondió sin abrir los ojos.

Desde que se sentó y cruzó las piernas, Frank cayó en una especie de vacío. A manera de repique se reproducían en su mente dos sugerencias repentinas: “Tu padre, tu padre...”; “todo tiene su tiempo, todo tiene su límite”.

 

***

 

Todos sus compañeros los vieron bajar del bus escolar. Apenas dieron los primeros pasos, los vieron volverse y subir nuevamente. De los que observaban, ninguno podía entender por qué habían retornado al bus si la excursión había concluido. La portezuela se había cerrado y no se volvía a abrir, pese al griterío común de los escolares que ahora rodeaban el vehículo. Mis hermanos Chistopher y Janet permanecían dentro, contentos de ver que sus compañeros voceaban desde fuera; apretando el rostro y las manos al cristal de la ventana, sacaban la lengua sin importarles lo que sus compañeros intentaban decirles. Riéndose aún más, daban saltos de un lado a otro, sobre los asientos. No se me ocurría sacarlos de ahí. Lo único que hacía era observar y desear que ellos oyesen a sus amigos y se dieran cuenta que deberían bajar lo más pronto.

Aurelio golpeó la puerta llamando una vez más.

–Joven Frank, joven Frank, la mesa está servida. La señora Marisol dice que baje.

Frank se levantó y cogió su frente con las yemas de los dedos, presionándolas, a la vez que mantenía la mirada en la sábana blanca que cubría el resto de su cuerpo.

–¿Le pasa algo, joven Frank?

Frank permaneció en la misma postura, intentando precisar lo soñado.

–Joven Frank... –volvió a llamar Aurelio, esta vez con cierto temor.

–Bajo enseguida –fue lo único que oyó el mayordomo.

Una hora después, Frank bajaba las escaleras y cuando daba el primer paso en la antesala, vio que el chofer se quitaba el sobretodo impermeable.

–Buenos días, joven Frank. El cielo se ha convertido en un coladero gigante. Apenas viene lloviendo media hora y ya las calles están inundadas.

–Ah... –iba a continuar, pero se le vino a la mente cierta imagen que iba percibiendo minutos antes de que Aurelio lo despertase.

–Joven... joven Frank; perdone usted si dije algo malo.

–No, no tienes por qué disculparte. Sólo me preguntaba si Chistopher y Janet...

–Yo mismo los dejé en la escuela, a eso de las siete, como siempre; y cuando a eso de las ocho y media llevaba a la señora al dentista, empezó esta lluvia torrencial. Tuve que ponerme el sobretodo para que no me afecte el mal tiempo. Luego de mantenerme media hora esperándola en el consultorio, la señora Marisol me ordenó que vuelva a recogerla a eso de las once.

–Sí, mmm... ¿Me podrías decir la hora?

–Las nueve, joven Frank. La señora Marisol había enviado a Aurelio para que le avisara que el desayuno estaba listo, pero como usted no bajó hasta las ocho y treinta, enfurecida, me ordenó que la llevase al dentista. Inclusive en el carro estuvo hablando a regañadientes.

Frank hizo un gesto de satisfacción y se fue a la cocina donde le esperaban Aurelio y Mandrake , su mascota.

Luego del desayuno, subió a su estudio, ordenando que no lo interrumpiesen, así mandase por él la señora Marisol, que ahora le servía de protectora desde que murió su padre, en un asalto, cuando el chofer lo traía del aeropuerto.

Cogió el libro Doctrinas psicoanalíticas . Algo le había impedido abrirlo durante esos últimos veintisiete días. El índice lo condujo hacia el capítulo VII: La concepción de la lucha como base de la vida personal. La lucha de Eros contra Tánatos. La lucha de los sexos. La lucha entre hermanos. La lucha entre el hijo y el genitor de su propio sexo. La lucha entre los instintos y la cultura. La inevitabilidad de la guerra.

A eso de las once y treinta terminaba el capítulo que esta vez se le había dado por leer. Dejó el libro a un costado, se cruzó de brazos sobre el escritorio y descansó su frente: estaba agotado. Ya cerraba los ojos, cuando sintió un espasmo violento. Esto lo asustó, por lo que decidió ir a su dormitorio, pues pensaba que la convulsión se debía al hecho de haber intentado descansar en una posición desacostumbrada. En su cuarto, al sentir el contacto de la sábana, le vino a la mente que debería estar en la universidad y no en su dormitorio, pero no le dio importancia y se acostó.

A las cuatro de la tarde alguien tocaba con fuerza la puerta del dormitorio. Frank se despertó sobresaltado, observó el despertador y le vino una ligera angustia por haberse mantenido tanto tiempo dormido. El golpe de la puerta y la voz desesperada le hicieron salir de su cavilación. Era su madrastra.

–¡Frank, Frank; abre la puerta, Frank!

Apenas abrió, Marisol se le lanzó de brazos: histérica.

–¡Frank, Frank, Chistopher y Janet, Chistopher y Janet!

–¿Qué? –le vino de súbito el recuerdo del espasmo violento que en la mañana lo había asustado.

–Francisco... el chofer... llegó diez minutos tarde a recoger a los niños... Yo le había enviado a la farmacia... y por eso... y por eso se demoró. Y cuando llegó... y cuando llegó, los niños ya no estaban... Fuimos a la comisaría... tuve que pagar para que se muevan y busquen a los niños... Los buscaron por todo lugar... Recién los encontraron... encontraron sus cuerpecitos en las orillas del mar... sus cuerpecitos estaban amoratados... Parece que se ahogaron... que los ahogaron...

Frank se quedó inmóvil. No podía creer lo que había sucedido: sus pequeños hermanos con quienes pasaba momentos gratos, lo dejaban ahora, no porque querían sino porque habían sido obligados a abandonarlo y dejarlo solo en este mundo ilusorio.

***

 

Lo veo al centro de un jardín extenso, está contento. Me observa, intenta decirme algo. Mueve los labios pero no logro descifrar palabra alguna. Hace ademanes, mas no entiendo los movimientos que hace. Al notar que no reacciono, levanta las manos y se deja caer de espaldas. Ya no lo veo. Sólo percibo una variedad infinita de flores. Hay una sombra que se acerca hacia donde él se encuentra. Esta sombra se detiene justo en el lugar donde mi amigo Martín Rosse permanece inmóvil. Tras la sombra llegan otras dos, cargando un saco de no sé qué. Al llegar ante la primera sombra, descansan el saco, lo abren y empiezan a vaciarlo sobre mi amigo que aún permanece tendido. Lo que están vaciando es tierra, tierra húmeda, tierra fresca. Intento acercarme, no puedo. Hay un cristal que nos separa. Me desespero, quiero ir en su ayuda, golpeo el cristal, doy gritos. “¡Nooooo!”

Frank despertó sobresaltado. Marisol, que lo observaba desde la puerta, le interrogó impasible.

–¿Y ahora qué pasa?

–Nada.

–¡Cómo que nada!, si gritaste.

–Sí. Fue sólo un sueño.

–¡Ah!, tú y tus sueños.

Frank se mantuvo observándola, incomprensible. Le dolía que ella se comportase así, más aún cuando el mes entrante cumpliría dieciocho años. Tenía, a la vez, esperanzas, pues ya no dependería más de nadie: asumiría una vida propia y todo sería distinto.

Apenas ella se alejó, se sentó en la silla y cogió el teléfono. Marcó el número de Martín Rosse. Nada. Hizo un nuevo intento. Nada. Observó que el reloj marcaba 5:20. Presintió lo peor, pues su amigo solía guardarse los domingos; y lo lógico era que, como era lunes, debería estar en su cuarto, durmiendo. Se quitó el pijama. Cogió la ropa que tenía a la mano y se la puso. Salió aprisa de su cuarto. Bajó las escaleras. Cruzó la antesala. Abrió la puerta y la cerró, evitando que los demás se dieran cuenta de su ausencia. Del enrejado no se hizo problemas, nadie escucharía el ruido, ni siquiera los pastores alemanes que a cincuenta metros permanecían dormidos. Ya afuera, no esperó mucho para que un automóvil se detuviese y lo llevase: “Al hotel Lenon, por favor”. El automóvil se detuvo frente al hotel donde se hospedaba su amigo de vida universitaria. Bajó dando las gracias al conductor. Una sensación de duda lo retuvo. ¿Qué le diría al vigilante para ingresar? ¿Cómo le explicaría el sueño? Y si no le creyese, ¿insistiría? Deshizo toda posibilidad y se aproximó a la puerta. Se disponía a tocar, pero la puerta estaba semiabierta, separada unos centímetros. Ingresó. Subió las escaleras. El corazón le palpitaba, por el temor de que hubiera sucedido lo que se imaginaba. Llegó al tercer piso. Ubicó el cuarto, pero lo encontró con la puerta semicerrada. Un vacío coagulado inundó todo su cuerpo. Ingresó y encontró a su amigo sobre la cama, sin vida. Le habían disparado en la frente. Salió del cuarto. Bajó las escaleras y se echó a recorrer las calles, sin rumbo fijo, tratando de explicarse lo que venía sucediendo.

Eran las ocho y cincuenta de la noche cuando llegó a la mansión. Su madrastra lo estaba esperando, enfadada, taconeando toscamente.

–¡¿Estas son las horas de llegar?! –le interrogó imponente y continuó–. Mira que si no fuese porque tu amigo Martín Rosse ha muerto, dejaría que los salvajes de la calle hagan contigo lo que les venga en gana. ¿Sabías que murió Martín?

Frank bajó la cabeza. Apoyó la mejilla en la mano derecha y afirmó:

–Sí, lo supe en la madrugada.

–¿Cómo? Si recién al mediodía lo encontraron muerto –dijo sorprendida–. ¿Cómo así que en la madrugada ya sabías que había muerto?

–Lo soñé.

–¡Lo soñaste! ¡Ah!, claro, tú y tus benditos sueños. No me digas que también soñaste cómo murió.

–Algo así.

–¡Ah!, algo así –dijo, incrédula y burlona–. A ver, ¿cómo murió?

–Lo mataron.

–Y no me digas que también sabes cómo lo mataron.

–No.

–¡Bah!, tú y tus enigmas. Mejor ve a cenar –dijo cansada.

Aún con la cabeza gacha, Frank se dirigió al comedor. El mayordomo se encontraba dormido con los brazos y la cabeza sobre la mesa. Frank no quiso despertarlo, pero al menor movimiento de la vajilla Aurelio abrió los ojos:

–Eh… Joven Frank. Disculpe usted. Lo estaba esperando, pero parece que me dormí.

–No te preocupes. Al contrario, no deseaba despertarte –dijo con una sonrisa vaga–. ¿Ya se fueron a descansar Chistopher y Janet?

Aurelio se quedó mirándolo.

–¿Se siente bien, joven Frank?

Frank se cogió la frente e intentó corregirse.

–No, no. No es nada. Resulta difícil creer que desde la desaparición de mi madre todo ha venido sucediendo como si alguien nos cortase la vida de imprevisto.

–La vida, joven Frank, no nos pertenece. El destino es inexorable.

–Sí, sí, tienes razón. Pero por qué unos niños como Chistopher y Janet, que apenas empezaban a recorrer sus nueve y siete años. Por qué no pude morir yo antes que ellos, que sería lo más lógico. Tú sabes, mi madre desaparecida dos años, mi padre que se nos fue, luego seguiría yo y no ellos. ¿No lo crees?

–No sé, joven Frank. A veces pienso que somos títeres que los dioses usan según les plazca; y a los títeres, así tengan la inocencia que la tuvieron sus pequeños hermanos Chistopher y Janet, les toca sufrir el mismo destino –dijo levantándose y cambiando la línea del diálogo–. Antes que me olvide, joven Frank, ¿recuerda al joven Martín Rosse? Murió.

–Ah, sí. Me lo acaba de decir mi madr… la señora Marisol.

–Los noticieros dicen que lo han matado, parece ser un ajuste de cuentas –agregó mientras servía la cena.

–Sí, así parece.

El gato sintió el olor de la cena y se acercó cariñosamente, emitiendo sus ronroneos seductores.

–¡ Mandrake ! –sonrió Frank–. Venga para acá.

Pese a que Aurelio le había demostrado fidelidad, no se atrevió a narrar lo soñado. Comió lentamente, pensativo, en tanto que con la mano izquierda acariciaba al felino que ahora se había subido a uno de sus muslos.

Terminada la cena, cogió al gato y se despidió del mayordomo. Aurelio, que meses atrás había cumplido cincuenta años, le respondió con la vitalidad de siempre: “¡Hasta mañana joven Frank, que duerma mejor!”

Ya en su estudio, Frank se sentó en la silla. Iluminó su escritorio. Levantó la cabeza y divisó el pequeño estante que tenía en el lado izquierdo, ubicando el libro Doctrinas psicoanalíticas de Emilio Mira y López. Ahí estaba, volviéndolo a abrir después de trece días, pero esta vez se detuvo en el capítulo VIII – El psicoanálisis redescubre el yo. El yo pasa a llamarse “ego”. Los conflictos del ego freudiano. Las defensas del yo freudiano .

 

***

 

–Ey, Johnny –le había dicho el Malacara–. Tenemos un trabajito para ti. Sí, uno facilito. El resto va por nuestra cuenta. Tú sólo tienes que echarle la negra a un tipo llamado Frank. La doña nos pidió que todo esté okey en dos meses. Todo limpicieto. Si se sospecha de nuestra cliente, perdemos plata y nos embarcan a la isla.

–Ah, mi'jo –continuó el Ruco, apenas terminó el Malacara–. Antes que digas naa, te tengo que decí del Caimá. No no no, sólo ecucha y naa má.

–Sí, escúchalo Johnny –dijo el Malacara, reforzando el pedido del Ruco.

–Po cabeza mala y po no queré dá al Gringo su biéte, el Caimá se nos jue, anochecita nomá. Sí, quiso sé el pirmero pa quel Gringo no le pida naa, y lo logró. Mató al mister Colley cuando se iba pa su hogá. Pero el Gringo, como tú sabes, se codea con toos y se sabe onde anda la mala acción e la ciudá. Y apenas se enteró, se lo chifó al Caimá. Nadie lo púo salvá. Tú sabe, que esa miera e la poli, cuando quiede matá, mata y too queda en naa.

–Sí, el Gringo de mierda le hizo matatiri al Caimán –dijo el Malacara, lanzando un escupitajo, y continuó–. No se te ocurra hacerle mala jugada. Tú sabes que si nos manda a la otra, siempre saldrá limpio. Es un uniformado que tiene metido en el bolsillo a jueces, fiscales y abogados. También sus mismos jefes están en su bolsillo.

–Sí, mi'jo. El Malacá tiene razó. El Gringo é poli y maneja too pa su lao. No comiene dejale sin biéte.

Tres días después, Johnny se dedicó a merodear la mansión de la víctima. Algunas, tres veces al día; otras, cinco veces. Siempre a una distancia de cincuenta metros y en posiciones diferentes. “Pa evitá sospecha –le había enseñado el Ruco–, debes cambiá pa ditintos laos tu posición.” Llevaba una libretilla casi deshojada donde antes anotaba algunas frases que le levantarían el ánimo; y, mucho antes, escribía versos dedicados a Gabriela, una estudiante de Derecho. En ese tiempo, él cursaba el tercer año de Psicología y ella apenas había ingresado. Debido a problemas económicos, tuvo que abandonar los estudios y a ella, viviendo de lo que le daba la calle. En ese trajinar hicieron su aparición el Ruco y el Malacara, a quienes les agradó su forma de esquivar compromisos. “Este gil vale por tres, tío –le había dicho el Malacara al Ruco, el día en que ambos, al verle por primera vez, intentaron hacerle conversación–. Sabe oler cuando la bala le quiere hacer matatiri.” La casualidad los juntó nuevamente, pero esta vez los acompañaba un sujeto grueso con un corte en la mejilla izquierda. “Se llama Caimá” –le había dicho el Ruco. “Sí, Caimán” –había reforzado el Malacara. Ese día se fueron al bar donde se reunirían para ultimar detalles sobre trabajos que eran de su especialidad: robos, secuestros, asesinatos, etc. “No deconfíe, mi'jo –le dijo el Ruco, al percibir que Johnny se sentaba con cautela–. Te haré una porpueta y si no te comiene te puees í.” Desde ese momento, su trabajo abarcaba exclusivamente casos en donde la víctima tenía una rutina flexible, variada, algo que hacía difícil la ejecución del plan.

Sacó la libretita de la cintura y cogió el lápiz a fin de anotar los movimientos claves de la víctima y de la gente que la rodeaba. Por lo del interior de la mansión no había problemas. “Toma muchacho –le había dicho el Malacara–. Por dentro, todo funciona de esta manera.” Le bastó dos semanas para precisar todos los movimientos de la víctima, incluso los más inesperados. Tenía un mapa de acciones en donde figuraba todo lo que la victima hacía. Levantarse. A veces ir al cuarto de gimnasio. A veces permanecer en su estudio. Bajar a desayunar con la mirada ruda. Volver impasible a su estudio. Ducharse entre diez y quince minutos. Ir a la universidad en el carro de la familia que recorría jirones determinados. Regresar de ella con el carro de la familia recorriendo también jirones determinados. Almorzar. Tomar una siesta en la hamaca que, especialmente, se había colocado para él junto a la fuente del patio. A veces abandonar la mansión y acudir a la casa de los hermanos Jorge y Joaquín Murad o a la casa de Leticia o simplemente al café Misoux. Retornar entre ocho y nueve de la noche. Cenar en un promedio de media hora mientras acariciaba a su gato Mandrake . Encerrarse en su cuarto. A veces observar el cielo por la ventana. Leer o simplemente acostarse apenas entraba en su cuarto. Lo había anotado todo. “Si tienes alguna duda en cuanto a lo de adentro –le había dicho el Malacara–, hazle una seña al panzón y él saldrá para explicarte algunas cosas. El cocinero es de los nuestros.”

El plan no estuvo listo hasta después de un mes. Esto porque en las noches, el Ruco y el Malacara lo llevaban al bar de reunión. “Ya basta de chamba” –le decía el Malacara, con su sonrisa diabólica y desdentada. “Sí, mi'jo –continuaba el Ruco, colocándole una mano al hombro–. Aquicito nomá etá nuesto bá.” Según lo había determinado, el plan se efectuaría diez días después. “Nada de impaciencia, colegas, mi parte ya viene el 26 –dijo, cuando el Ruco y el Malacara le insistieron la última vez–. Todo es matemático, no quiero cometer ninguna estupidez. ¿Por qué el Caimán murió el 29 de marzo, luego de matar a mister Colley? Pues porque ese día era martes –y continuó al percatarse que el Malacara intentaba intervenir–. Fue más por eso que por no quererle dar su parte al Gringo. Tú, Malacara, hiciste tu trabajo el 27 de abril, 28 días después del anterior. Felizmente que te fue bien con lo de los hijos por ser un miércoles. Haciendo mi cálculo, el lunes 16 de mayo, 18 días después, Ruco se llevó al otro mundo a ese estudiante cagón que empezaba a sospechar de la doña. En realidad, el Ruco tenía que haber realizado esa acción a los 14 días, que es la mitad de 28, pero no lo hizo y le fue bien por ser un lunes. Felizmente fue así, pues me evitó la ingratitud de dividir 14 entre dos, que daría 7, y ya sabemos que con el siete nada de empresas peligrosas.” “¡Ese, mi'jo –dijo el Ruco–. Tú sí que te manda con ciencia y santo y too!” “¡Sí, Johnny! –dijo el Malacara mientras levantaba la botella de ron–. Pero no te olvides que si te demoras, por cada minuto de tardanza te tienes que restar un billete de a cien.”

Johnny despertó con la cabeza adolorida. El día anterior, al enterarse que su amigo, el Caimán, había sido asesinado, dejó al Ruco y al Malacara en el cuarto y se fue al bar. Más tarde llegaron éstos y le hicieron compañía. “Así é, mi'jo –dijo el Ruco, consolándolo–. Causa doló, cuando un perro e miera se te lleva a tu yunta.” “Sí, a nosotros también nos duele –resaltó el Malacara–. Pero qué le vamos a hacer. La ley está del lado del Gringo.” Lo único que pronunció Johnny, antes de seguir con la botella de ron, fue: “El Gringo corre por mi cuenta, y no se hable más”. A las once de la noche, el Ruco y el Malacara, sacaron a Johnny semiinconsciente y lo llevaron al cuarto. Había bebido demasiado.

A un costado de la cama yacía el libro viejo con su cubierta carcomida, exhibiendo apenas el título, único recuerdo de su paso por la universidad. Cogió un lavatorio con agua y lo posó en un banquillo. Se paró frente al espejo y empezó a remojarse el rostro, mientras pensaba en voz alta, sonriendo: “Debo armar un plan perfecto. Pero antes tengo que seguir los pasos de ese hijito de mamá. Qué pena que el Caimán haya muerto luego de llevarse al mister Colley. Pero así es la vida. El Malacara irá por los niños y el Ruco por el amigo entrometido. Y yo por ti, mi proyecto de arquitecto, Frank Colley Rhodes. Qué pena. La doña Elizabeth Rhodes sí que es astuta. Te enteras de que ella vive, pedimos el rescate, y, a la misma hora en que la liberamos, te nos vas para la otra vida. La única sospechosa, Marisol Gutiérrez López, tu queridísima madrastra, la hembra seductora y quita hombres ”. Se enjuagó la boca, se puso la camisa y se acomodó el cabello. Ya iba a salir, cuando se dio cuenta que su único libro quedaba encima de la cama. “Ah, claro. Nada de Doctrinas psicoanalíticas para mis compadres. Ellos no lo entenderían.” Cogió el libro, lo ocultó bajo el colchón y salió del cuarto a iniciar su primer recorrido por los alrededores de la mansión Colley.

 

John Álex Cuéllar Irribarren.
jaci_parnaso@hotmail.com
Licenciado en Lengua y Literatura,
egresado de la Universidad Nacional Hermilio Valdizán.
[Huánuco (PERÚ),

 Copyright ©2006 John Álex Cuéllar Irribarren.

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