EL VAQUERILLO

(Prosa)

 

¡Je, je! -gritaba el mozuelo entre silbidos prolongados y agudísimos-. ¡Juera, vaca, juera! ¡Chula! ¡Chula! ¡Al alma que sos crió, jolgacianas del congrio! ¡Chota! ¡Chota! ¡Coronela! ¡Bragaína! ¡Se ponin bobas, recongrio!

Y el ganado descendía con lentitud perezosa por la cuesta del calcinado encinar, que dormía silencioso en las márgenes del río; un río de aguas calientes y mansas, que también parecían medio dormidas.

La tierra entera callaba bajo el peso de aquella siesta de plomo, y los cielos, infinitos y magníficos, inundados de radiosas vibraciones de ardiente luz meridiana, blanqueaban como plata derretida.

Fueron llegando las vacas a las orillas del río y en él se atracaron de agua tibia; hasta que la piel de los ijares, distendida, se les puso como el parche de un tambor. Algunas entraron en el remanso y allí quedaron paradas, inmóviles, como ídolos de granito, derramando por los tibios bezos flácidos el agua sobrante, que caía en hilillos transparentes sobre la tersa superficie del remanso. Las demás, con paso suave, de lentitudes armónicas y solemnes, se fueron retirando de las orillas del río; y despacio, muy despacio, como arrastrando con tranquila fortaleza la pesadez angustiosa de la hartura, fueron a echarse a la caldeada sombra de las próximas encinas, a rumiar y a dormitar.

Y entonces llegó el vaquero.

Era un zagalón talludo y fuerte, un adolescente de color aceitunado y pupilas de carbón, vestido con un traje cuyas prendas, con su desigual estado de conservación y sus graciosas desproporciones de tamaño y aun de forma, denunciaban cien domésticos apuros económicos, salvados con largas intermitencias de muy varia duración: bombachos de paño muy remedados, y excesivamente cortos; unos zapatones cuadrados, enteramente nuevos, inmensos a lo largo, a lo ancho y a lo grueso; medias de lana, que eran pardas hasta la mitad de la pantorrilla y más pardas de allí para arriba, hasta cerca de la rodilla, por debajo de la cual estaban sujetas con cintajos retorcidos; zahones de cuero con agujeros y cuchilladas; un chaleco viejo, sin botones, encima de una blusilla nueva de tela azul, con las mangas estrechísimas y cortas y un sombrero de alas anchas, de elegante forma, que había sido, en otro tiempo, de un señorito, probablemente del amo del vaquerillo.

El muchacho llegó a la orilla del río, se puso de un brinco sobre una peña y se quedó mirando, tal vez sin verla, la corriente de las aguas sosegadas, extático, como dominado por un inconsciente estrabismo inevitable, quieto y sin pestañear. Luego, como saliendo de un sueño, sacudió ligeramente la cabeza, miró las vacas, miró al sol, miró de nuevo las aguas, y se quedó pensativo, dando suaves golpecitos en la peña con la punta del garrote que llevaba. De pronto tiró el garrote, tendió por las cercanías una mirada de precaución pudorosa y comenzó a desnudarse. Le pedía el cuerpo baño, frescura, deleite, sensaciones fuertes que le sacaran de cierto estado de misterioso desasosiego que padecía. Todas las cosas del mundo le parecían desabridas menos aquella en que andaban enredados sus pensares. Sentía calor en las entrañas, que se le ponían muy tristes, y a veces se le oprimían hasta causarle dolor; tenía pena, la pena inquieta que infunden las ardientes ansiedades no satisfechas; sentía zozobras y temblores de la carne, y mucho miedo también, el miedo mezclado de forzada valentía con que se acerca el soñado misterio apetecido, el que quiere descorrer el velo que se le oculta...

La absoluta soledad en que vivía le había enseñado muy poco. No tuvo jamás amigos que le iniciaran en los grandes misterios del placer, que él había ya presentido, y hasta concretado un poco, gracias a las enseñanzas de aquella vigorosa y fecunda Naturaleza que le rodeaba y de la cual venía él a ser un discípulo rezagado, más rezagado que aquellos peces del río y aquellos mirlos del tamujal, y aquellos chotos traviesos, bárbaros en sus retozos, y aquellos carneruelos que perseguían a las ovejas con el pescuezo extendido, entre ronquidos nasales y temblores de la piel...

Acabó de desnudarse. Una ráfaga levísima de aire oreó su tostado cuerpo. Y se sintió más flexible, más elástico, más inquieto y más lleno de aquel triste desasosiego punzante que le estaba atormentando. En pie sobre la redonda peña, granítico pedestal de aquella estatua de carne, que parecía un bronce vivo, permaneció unos momentos cruzado de brazos, errabunda la mirada... Parecía una estatua de la Indecisión en el momento supremo de la duda.

Luego, como el que busca una cosa que le arranque del cerebro alguna idea, miró el agua. La sensación del baño, presentida por la carne, le estremeció de pies a cabeza, y tendiendo los brazos como un pájaro las alas, se arrojó de repente en el remanso, que le recogió en su seno, rompiéndose con el estrépito en un círculo de estrías de cristal con remates de menudísimas gotas irisadas.

Allá, en el centro del río, surgió momentos después el busto del vigoroso adolescente, que sacudió la mojada cabellera con el brío de un cachorro de león, y tendiéndose después con gallardía, hendió la mansa corriente, río arriba, provocando el movimiento de las aguas, que azotaban sus omóplatos broncíneos y su dorso de flexible serpentuela... Por un momento llegó a embriagarle el deleite, tendiéndose de espaldas sobre la haz de las aguas, y dejóse llevar por la corriente, como una estatua flotante, con los ojos entornados por una voluptuosa pasividad indolente que reavivó en su memoria el picante recuerdo de que huía...

Y otra vez se vio obligado a sacudir la morena cabezota y a lanzarse al movimiento, al azote aturdidor de las aguas agitadas, a las bruscas sensaciones de tales inmersiones repentinas... Nadó con vigor, con ira, por espacio de un rato, hasta sentir en la carne la laxitud de la fatiga. Entonces aproximóse a la orilla del río, y poniéndose en pie, salió de él a toda carrera, alborotando las aguas, que ponían gran resistencia a su escape. Con la rota camisucha se enjugó los ojos y la recia cabellera, vistióse las miserables ropillas y se sentó a la sombra de una encina: ya era hora de descansar.

En una cuenca de corcho, enteriza, como que había sido caperuza de una verruga de alcornoque, machacó con la punta del mango de la cuchara, que para eso era cilíndrico, un poco de sal, unas hojas de poleo que trascendían a humedades de regato, un trocito de miga de pan, un ajo y la mitad de una guindilla de pepitas amarillentas y cascarilla granate. Sobre la pasta echó aceite y vinagre de dos cuernos de res, atados con una tira de cuero, agitó con la cuchara la mezcla, fuese al río y volvió con el cazo lleno hasta los bordes de moje de gazpacho, en cuya superficie flotaban los dorados reflejos del aceite, los verdines del poleo, el ligero tinte del vinagrillo y las pepitas de la menuda guindilla. Bebió el muchacho un buen trago, y cuando ya no era fácil que el líquido rebosara, lo fue cubriendo con pedacitos de pan arrancados a pellizcos. Comió, bebió: bebió todo aquel océano de líquido refrescante, y después de fregar con arena y agua del río la primitiva vajilla, tendióse a la sombra, boca abajo, con la frente apoyada sobre el dorso de la mano, dispuesto a dormir la siesta.

¡Sí, dormir! Eso hubiera deseado el vaquerillo moreno de pupilas de carbón y cabeza de cachorro. Pero el dulce bienestar que le infundieron el baño y el gazpacho le llenó otra vez el cerebro de tentadoras ideas, y la carne, agradecida, palpitó de insanos impulsos, enemigos mortales en el total aislamiento del solitario varón que se sentía pletórico de energías naturales.

Al cabo, después de un rato de lucha, descendió sobre sus párpados el sueño: un sueño ligero y artificial, aborto de la porfía; un sueño somero y fatigador con inquietudes de fiebre, con vislumbres de vigilia... Dio el mozo un vuelco y se quedó boca arriba, los brazos abiertos, cruzadas las piernas, ladeada la cabeza... Por breve rato su respiración fue tranquila y algo cansada, como viento lejano quejumbroso de la borrasca que amaina. Hasta llegó a sonreír enseñando unos dientes de chacal, en cuya tersura nívea, de reflejos nacarinos, se espejeaban objetos en preciosas miniaturas.

De pronto se estremeció, plegó el entrecejo, puso cara de dolor y despertó, retorciéndose como una culebra perezosa; y por remate de aquel desperezo dio dos vuelcos repentinos, rodando sobre el césped raído y abrasado. Y abriendo los ojos húmedos, empañados de calentura amorosa, clavó en los cielos radiantes la mirada melancólica y sumisa del erotismo enfrenado.

Entonces fue cuando pasó por allí la porquera, una mozona desgarrada y bestial, ya entrada en años, con una cara en que estaba pintado el idiotismo concupiscente, procaz y osado, y unos ojos que miraban de través, con grosera expresión de imbecilidad picaresca, que indignaba por sañuda, por egoísta, por fea.

-¿Qué jacis? -le dijo al mozo al pasar.

Na! -le contestó el muchacho.

La moza echó a andar hacia el tamujal del río, que estaba a cuarenta pasos de ellos; pero antes hízole al chico un guiño grosero y le dijo con voz asperota y trémula:

-Chacho, p'aquí sí que está bien, pa entri las tamujas, que no hay naide...

El vaquerillo entendió. Tenía miedo, le dolía el corazón y se aturdía. Pero de repente, debió de acordarse de alguien; no sé de quién, pero él debió de acordarse de alguien a quien creyó estar haciendo mucho daño con todas aquellas cosas. No le quedaba en el mundo más que su madre, la viejecita que le lavaba y le remendaba la ropa, y hacia la cual sentía él el apego irresistible del recental a la oveja; una querencia que tenía todas las energías del instinto y, además, todas las mudas ternuras que cabían en un alma sensible y desnuda de todo amor que no fuera aquel amor...

El muchacho pareció recibir una inspiración repentina; abrió mucho los ojos, que miraban sin ver nada; entreabrió también la boca y se quedó inmóvil, como cuando el alma escucha; como cuando escucha el alma el himno grave y sereno del bien, que es su mejor melodía... Y el alma del huraño zagalón, tosco y rudo, que no había entrevisto el bien más que a través del instinto, de repente lo intuyó. ¡La batalla estaba ganada!...

El mozo puso los ojos en la frescura tentadora de los fresnos, las mimbreras y las tamujas del río, y de las pupilas negras se le escapó una mirada de magnífica soberbia, sublime hasta en su insolencia y al par triunfadora y noble, como canto glorioso de victoria. Y le dijo al laberinto de la fronda que le ofrecía oculto nido de placer:

-¡No quiero, recongrío, no quiero! Lo bien jecho, bien paeci...

Se levantó y echó a andar hacia las vacas; iba sereno, alegre, radiante y un poco altivo. Al llegar junto al ganado, que aún dormitaba perezoso, dio dos silbidos agudísimos y voceó:

Chula!, ¡Chula! ¡Mariposa!, ¡Coronela! ¡Bragaína!... ¡Arriba toas, a buscarsi la gandalla! ¡Jala, jala que la genti pará cría malos pensamientos!...

El sentido de la Fe y del Arte, que son hermanos, oyeron rumor de alas invisibles y le dijeron a mi alma:

-Es el Ángel de la Guarda del muchacho, que se estremece de gozo.

Y yo lo creí. Porque sé que también los vaquerillos montaraces tienen su Ángel de la Guarda...

 

 


Colaboración de:

Justo S. Alarcón

[Profesor Emeritus de Literatura Española]


 

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