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Puesta de sol
Por un cielo mudo y frío,
sin nubes y sin color,
bajaba un sol moribundo,
muerta sombra de aquel sol
que las viejas primaveras
templaba fecundador.
Eran las tierras de ocaso
desiertos que Dios creó
para que el hombre se acuerde
del Paraíso de Dios
y muera con la nostalgia
del que es infinito amor;
y donde el cielo se unía,
sin nubes y sin color,
con una llanura muerta
que el ruido nunca habitó,
con lentitudes dolientes
organizaba aquel sol.
Y no tuvo en su caída
ni pueblo que la sintió,
ni pájaro que cantara
la vespertina canción,
ni selva que se moviera,
ni hombre que alzara su voz,
ni torre que se pintara
con el dorado arrebol,
ni sedalino celaje
que embebiera en su vellón
la púrpura derretida
del último resplandor.
Entre desiertos desnudos
la muerte le sorprendió,
y al que muere en el desierto
no le ve nunca el amor,
ni nadie le presta oídos,
ni nadie le dice adiós.
Así murió aquella tarde
solo y quejándose el sol:
¡Así se mueren los hombres
que han vivido sin amor!
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