Poesías de Juventud

 

 

 

A la muerte de mi hurón

(Elegía improvisada..., y así saldrá ella)

(A mi muy querido amigo Ignacio Toledano,
compañero de excursiones "Ciquielunas".
)


Lágrimas tristes que corréis a ríos
por estos ojos míos
que son testigo de mi infausta suerte,
¡corred hasta el sepulcro abandonado
del amigo adorado
que sin piedad me arrebató la muerte!

¡Depositad sobre su tumba fría
la fúnebre elegía
que le dedica un corazón sensible!
¡Verted por él inconsolable llanto,
y que este humilde canto
le sirva de corona inmarcesible!

¡Pobre Ciquiel!, de tu olvidada fosa,
yo grabaré en la losa
un cantar que dirá de esta manera:
"Aquí yace un hurón noble y honrado,
que era el Sultán llamado
por los conejos de la sierra entera.

Músico, pobre, gárrulo y sencillo,
mi pobre Ciquielillo
tocaba el cascabel con cierto arte;
mas le hicieron dejar el instrumento,
y a lo mejor del cuento
se nos fue con la música a otra parte.

De mi pueblo en la sierra solitaria,
en vez de una plegaria,
resuenan mil canciones a lo lejos,
y es porque, del vivar en el encierro,
te cantan el entierro,
con cruel regocijo los conejos.

En su morada subterránea y fría
celebran una orgía
en honor de tu muerte, Ciquielillo.
¡Ay de todos si tú resucitaras
y el cascabel sonaras
de repente a la puerta del pasillo!

¿Oyes qué ruido en el vivar retumba?
¡Álzate de esa tumba
porque están de tu honor haciendo trizas!
Preséntate en la sala de sesiones
y empieza a pescozones
porque están injuriando tus cenizas."

En más de cuatro vivares,
cuando tu muerte supieron,
los conejos se reunieron
en conclave fraternal,
para celebrar la muerte
de aquel que cuando vivía
clavaba... donde podía
sus colmillos de chacal.

De un vivar sobre la puerta,
cuando tu muerte supieron,
con las uñas escribieron
este infamante cartel:
"Durante dos o tres meses
en todos estos bibales
se cantarán funerales
por el tísico Ciquiel."

En otro vivar del monte
celebraron una orgía,
y al rayar la luz del día
se reunieron en sesión;
y unánimes acordaron
salir de su oscuro encierro
para cantarte el entierro
en solemne procesión.

¡Qué canallas! ¡Qué guasones!
Todos ser curas querían
y méritos aducían,
de su pretensión en pro:
-¡Yo he escapado cuatro veces!
-Pues de poco usted se queja:
¡A mí me rasgó una oreja!
-Y a mí también me atentó.

-¿Qué vale eso que tú dices?
Yo, al salir por el pasillo,
me lo encontré de narices
y nos liamos los dos;
y, si me descuido un poco
y no encuentro a la carrera
la puerta de la escalera,
¡me divierto, como hay Dios!

-¿Y yo, que estaba en el patio
arrancando una retama?...
-¿Y yo, que estaba en la cama
cuando en casa se coló?...
-Pues eso no es nada, hermanos.
¡Yo tengo un ojo vacío
y tengo un labio partío
de dos besos que me dio!

En fin, allí se increparon
en forma insolente y dura,
y al cabo el cargo de cura
se sometió a votación;
votaron alborotados,
y aquel del ojo vacío,
aquel del labio partío
fue cura en la procesión.

¡Pobre Ciquiel! ¡Si supieras
cuánto de ti se rieron!
Todos del vivar salieron
ansiosos de retozar;
y al brillar del alba pura
los resplandores rosados,
ya estaban todos formados
a la puerta del vivar.

Todos en los pies traseros
encabritados andaban,
y con las manos llevaban
insignias de procesión.
Uno con la manga fúnebre,
que era un trozo de retama,
y otro con una gran rama
de tomillo por pendón.

De una agalla perforada
hicieron un calderete,
y un conejillo vejete
¡qué disparate hizo en él!
Y dos muy tiesos llevaban,
en los hombros sostenido,
un palo seco y tendido
que simulaba Ciquiel.

El cura, aquel cura tuerto
que era más feo que Tito,
sólo llevaba un palito
que en hisopo convirtió;
y el libro de los latines,
que llevaba un monaguillo
era un forro de un librillo
que algún cazador perdió.

En dos hileras muy largas
se fueron acomodando
y el gori-gori cantando,
tendióse el cortejo aquel
hacia un barranco relleno
de estiércol amontonado...
¡Era el sitio destinado
para enterrarte, Ciquiel!

Dos conejos con las uñas
abrieron tu sepultura
en el montón de basura,
chirriando de dolor;
mas luego que estuvo abierta
y en ella tu efigie echaron,
como locos empezaron
a bailar alrededor.

¡Qué escándalo!, el cura tuerto
te dio tales hisopazos,
que sobre ti en dos pedazos
roto el hisopo quedó;
y aquel que llevaba... aquello
metido en la caldereta,
hizo al aire una pirueta
y encima de ti lo echó.

El monaguillo del libro,
que era el de la oreja rota,
hasta hizo horrible chacota
de los latines también;
pues cantaba dando saltos:
"¡Non haberis mas mordiscum!
¡Ciquiélibus moriuni tísiqum!
¡Requiescant in pace, amén!"

Cansado por fin el cura
de aquella danza maldita,
con alegría inaudita
tierra al palitroque echó;
holló y echó más de nuevo,
para hacer mayor la carga,
y con la uña más larga
este epitafio escribió:

"Aquí yacen los restos asquerosos
del tísico Ciquiel.
Por mí, que se lo lleven los demonios,
si es que pueden con él.
Murió este bicho repugnante y feo
de tisis pulmonar;
si lo hubieran ahogado al nacedero,
no hubiesen hecho mal.
De dos mordiscos me rasgó este labio
y un ojo me sacó:
¡que muerdan los gusanos en los ojos
del que tanto mordió!

"¡Que se lo lleven todos los demonios
que viven con Luzbel!,
y que no quede casta en esta tierra
del tísico Ciquiel!
¡Y caiga un rayo en el sepulcro negro
de este ladrón sin par,
no haga el diablo que un día este asesino
vuelva a resucitar!"


 

 

 

 


 

Volver a las obras de José María Gabriel y Galán