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El poema del
gañán
I
Era el tiempo llegado
de las puras mañanas otoñales,
las que tienen un sol tibio y dorado
que, de la hermosa vega enamorado,
desgarra, para verla, los cendales
de flotante vapor que la han velado
en las primeras horas matinales.
Mañana con alondras y rocío,
canturreos sonoros,
silvar de tordos y zumbar de río,
balar de ovejas y mugir de toros...
Alegre despertar de los lugares,
tañidos de campana,
humo de los hogares,
pura luz, tibio sol, dulce galbana...
Vinieron otra vez los esplendentes
serenos mediodías,
las tardes impregnadas de dolientes
dulces melancolías,
las noches de los húmedos relentes,
las misteriosas madrugadas frías...
La tierra laborable,
refrescada por lluvia saludable,
iba tomando con el sol tempero,
y al abrir el sencillo timonero
de los húmedos senos el tesoro,
tan frescos y amorosos se ofrecían,
que ellos mismos pedían
del puño sembrador la lluvia de oro.
Erraban dos por el azul profundo
jirones ambos de flotante nube,
como las alas que perdió un querube
que Dios ha puesto junto a mí en el mundo.
El aire se dormía,
extática la mente se quedaba,
el ojo distraído ver creía
que el suelo palpitaba
a impulsos de la vida que lo henchía,
y absorto en la visión, le parecía
que la inmensa llanura respiraba.
El alma vislumbraba
los misterios profundos
del eterno existir de los espacios
y el perenne equilibrio de los mundos.
Natura estaba henchida
del gran silencio que en lo grande anida,
y hundido en el abismo del reposo,
barruntaba el sentido vigilante,
el sereno rodar majestuoso
de la Tierra gigante...
La atmósfera era pura,
grande como los mares la llanura,
abierto el horizonte,
llenos los cielos de infinita calma,
llena de amores la quietud del monte,
llena de fe la soledad del alma...
Y el que suele rodar carro del tiempo
con paso presuroso
sobre la vida del mortal dichoso
que tiene que gozarla apresurado,
era allí tan piadoso,
que acortaba su paso, antes ligero,
y rodaba callado
para hacer el placer más duradero,
para hacer el sentir más sosegado.
Brotaban ya en las eras
quitameriendas de matices rojos,
criaban achicorias los rastrojos,
se llenaban las lindes de acederas
y los huertos de malvas y de hinojos.
La grata algarabía
de los bandos de tordos silbadores
los prados alegraba en que caía;
tábanos zumbadores
por la atmósfera erraban placentera,
holgaban los pastores,
tomando el sol en la feraz ribera,
y reía el regato en la hondonada,
y apuntaba la grama en la pradera...
Nuncios de la otoñada...
¡Tiempos de sementera!
¡Gran Dios: tan bellos días
haces caer de tus hermosos cielos
que hasta me obligan a olvidar mis duelos
y es pecado olvidar lo que tú envías!
II
Echa surcos derechos
a mi ventana;
labrador de mis padres
serás mañana.
(Cantar popular castellano.)
La postrer melodía
sonó amorosa del cantar süave
que vino de la vaga lejanía
con blando ritmo de volar de ave.
Rayaba el puro día;
el rústico cantor, embebecido
de su labor en la profunda calma,
plegó sus labios y rumió el sentido
de aquel cantar que le llegaba al alma.
Era verdad lo que el cantar decía.
En aquel lugarejo que dormía
bajo la fronda espesa
de la mansa alameda juguetona.
Trabajo era honradez y Amor promesa;
Trabajo era virtud y Amor corona.
Y el gañán laborioso
se deleitaba en el sentido hermoso
del cantar de la moza castellana,
que al elegir para mañana esposo
buscaba labrador para mañana.
Él también intuía
que el trabajo es virtud, es armonía,
es levadura del placer humano,
frente del bien, secreto de la suerte,
deber del hombre sano,
honra del varón fuerte
y vanidad de mozo castellano
que el pan que come con la misma toma
con que lo gana diligente mano.
Y meditando sobre aquel mañana
del severo cantar de la aldeana,
pensó en sus padres, de ternura lleno,
pues sus frentes rugosas le decían
las gotas de sudor que se vertían
para dar a los hijos pan moreno.
Y absorto, grave y mudo,
vio grabado en el libro del Destino
aquel cantar desnudo,
primera estrofa del poema rudo
de la vida del pobre campesino.
III
De poco le servía
labrar la tierra,
como sus bendiciones
Dios no le diera.
Así cantó el labriego
con música de intensa melodía
que en el sentido derramó ambrosía
y en la conciencia derramó sosiego.
Mediaba el puro día.
La quietud de la atmósfera pesaba,
la yunta se dormía,
la brisa se paraba
y las pardas alondras del camino
se quedaban extáticas bebiendo
las dulzuras del ritmo peregrino
que del manso cantar iban fluyendo.
Era el himno aldeano,
salmo de agradecida criatura
que a Dios concibe en la celeste altura
dándonos pan con amorosa mano;
severo canto llano
que al rudo mozo le enseñó Natura
para el culto del templo soberano
de la vasta llanura,
que aún es estrecha para altar cristiano.
Y yo escuchaba embelesado y mudo
la piadosa letrilla,
decir sincero de la fe sencilla,
hija de un pecho rudo
donde nunca arañó, ruin y sañuda,
la sama miserable de la duda.
El hijo del trabajo,
surco arriba marchando y surco abajo,
buscaba en el trabajo solamente
los pedazos de pan que el suelo encierra.
porque siempre creyó cosa evidente
que el sudor de la frente
es el mejor abono de la tierra.
Pero también creía
que es la mano de Dios omnipotente
quien a la tierra laborable envía
el sol que la caldea,
la escarcha que la enfría,
la brisa que la orea,
la lluvia que la baña y sanea...
La mano soberana,
fuente de vida de la raza humana;
la mano de las grandes maravillas;
la que encierra en minúsculas semillas
gérmenes diminutos,
misterio del amor encantadores
de donde brotan las hermosas flores,
de donde surgen los sabrosos frutos...
Así se lo decía
la firme y pura que adquirido había
fe de granito en el hogar amado;
y aquel cantar piadoso y sosegado
que del alma escapó por la garganta
fiel expresión de sus sentires era,
porque el alma sincera
lo que siente, y no más, es lo que canta.
IV
Dice la mi morena
que cuando voy a arar
se entristecen los campos
y se alegra el lugar.
La labor terminaba. Atardecía,
y la copla postrera,
más rica que ninguna en armonía,
más dulce en el caer, más plañidera,
más empapada en la nostalgia austera
que infunde el campo de la patria mía,
voló por la llanura
y en el alma cayó por el oído
con cadencias de lánguida dulzura,
con dejos de quejido
y amorosos temblores de ternura.
Era el himno sereno
del amor castellano,
de prudente pudor, de calma lleno,
como el alma del rústico aldeano:
vibración de los gozos y las penas
de las almas serenas,
ante robusto de las almas rudas,
hondo consuelo de las almas buenas,
único idioma de las almas mudas...
¡Señor, si tus enojos
haces caer sobre miseria tanta
como aflige a cualquiera de tus hijos,
ponle llanto en los ojos,
ponle abrojos debajo de la planta,
ponle arrugas y canas en la frente;
pero déjale voz en la garganta,
porque bien sabes Tú, Dios providente,
que no puede vivir el que no canta!
Camino de la aldea,
que, oculta entre los álamos, humea,
delante del muchacho distraído
la yunta va marchando,
el arado del yugo suspendido
y el timón arrastrando.
Lánguidamente declinaba el día;
la brisa se hizo fría,
la alondra se acostó, cantó el mochuelo,
el murciélago errante
culebreó con dislocado vuelo.
Era verdad lo que el cantar decía.
A medida que el mozo la dejaba,
la llanura ¡qué triste se ponía!
¡qué sola se quedaba!
Todo en ella decía
que él era el alma del terruño muerto,
él era lengua del paisaje mudo,
él la nota viviente del desierto,
el sacerdote rudo
de aquel templo desnudo,
al culto grave del trabajo abierto.
Y a medida que el campo se ponía
como la copla del gañán decía,
se alegraba el lugar con los rumores
de la humilde legión de labradores
que a la aldea volvía
en busca del pedazo de cariño,
la pobre cena en el hogar risueño,
las caricias de un niño
y unas horas dulcísimas de sueño.
Cuando el mozo pasaba por la era,
del lugarejo plácida vecina,
le pidió una campana plañidera
la oración vespertina,
y él la rezó con la piedad sincera
y algo inconsciente de la fe pristina.
En el cielo amarillo del Poniente
brilló una estrella rutilante y pura,
y el mozo, indiferente,
la bio cabrillear, fija en la altura;
pero de aquella cristalina fuente
que está junto al camino
vio venir hacia él alegremente,
como bando de alondras trinadoras,
alborotado grupo peregrino
de garridas muchachas habladoras.
Y ojos que no cegaron
con la luz del lucero vespertino,
deslumbrados quedaron
al fulgor de una estrella
de la gentil constelación humana...
Con las Rebecas del alma castellana
que el mozo vio venir... ¡estaba «ella»!
Ése es un hijo de la patria mía:
el que Natura para el Cielo cría,
el que entero en la vida se derrama,
porque a vivirla, generoso, viene,
trabaja, reza y ama:
¡Dios no le pide más: da lo que tiene!
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