La ciega
I
Los ojazos más
llenos de amores
eran los de Rosa,
que irradiaban envuelta en fulgores
honda sed de vivir querenciosa.
Yo no sé de
las dos cuál sería
pena más doliente:
porque Rosa quedó ciega un día
la dejó de querer su Vicente.
No fue objeto el galán
que olvidaba
de extraños enojos,
porque el mundo entendió que adoraba
la negrura y la luz de unos ojos,
y los soles que él
viera tan francos
al amor abiertos
se quedaron inertes y blancos
como siempre se quedan los muertos.
Al rincón de
lo inútil de casa
sentóse la ciega
a esperar una muerte que pasa
si el dolor con la vida le ruega;
que en dejar se complace
sangrando
y a medias su obra,
el consuelo mejor alejando
del rincón donde está lo que sobra.
Y, en lugar de la
muerte, entró un día
una voz humana
que en la calle de Rosa decía:
«Pues Vicente se casa con Juana.»
Y la ciega sintió
más intensa
la triste negrura,
porque no hay nube negra más densa
que una nube de horrible amargura.
II
¡Hermanito!
¡Clemente! ¡Clemente!
¿qué quieres hermana?
Yo te juro que adoro a Vicente
y que no quiero mal a la Juana...
¡Que me creas!...
Que sí te lo creo;
Mas... deja esas cosas...
Yo te juro que no es mi deseo
recrearme en venganzas odiosas...
¡Que me creas,
Clemente!
Sí, hija;
¡si sé que eres buena!
Pero no quiero yo que te aflija
semejante recuerdo de pena.
No es venganza;
mas óyeme, hijo:
¿Qué quieres, hermana?
Ven más cerca, más cerca...
Y le dijo:
¡Que le saques los ojos a Juana!...
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