Religiosas (1906)
publicación póstuma

 

 

 

DESDE EL CAMPO

Luz ingrávida, hija blanca de la nada
que te ciernes en los ámbitos del cielo;
ancho círculo de brumas taciturnas,
horizonte de los días cenicientos;
negra sierra de grandeza inmensurable
que te elevas como monstruo gigantesco
con peana de boscosas montañuelas
y corona de pináculos de hielo;
valle ameno, rico nido de quietudes,
melancólica vivienda del sosiego,
donde apenas de la muerte y de la vida
vagamente se perciben los linderos,
que se borran en los diáfanos ambientes
del reposo, de la paz y del silencio;
sol que enciendes y dibujas con tu lumbre
los ardientes mediodías soñolientos,
las auroras con crepúsculos de nácar
y las tardes con crepúsculos de fuego;
soledades taciturnas de los páramos;
compañía rumorosa de los pueblos...,
por beber entre vosotros la existencia
ha ya mucho que a estos sitios vine huyendo
de la mágica ciudad artificiosa
donde flota el oro puro junto al cieno,
donde todo se discute con audacia,
donde todo se ejecuta con estrépito.

Tal vez bulla entre vosotros todavía
una turba de sofistas embusteros
que negaban a mi Dios con artificios
fabricados en sus débiles cerebros.
Con el agua de la charca a la cintura
y en el alma la soberbia del infierno,
revolvían los minúsculos tentáculos
de sus mentes enfermizas en el cieno
y buscaban... ¡lo que encuentran tantos hombres
que con limpio corazón miran al cielo!
¡Qué grandeza la del Dios de mi creencia!
Y los hombres que lo niegan, ¡qué pequeños!
Solamente por amarle yo en sus obras
he corrido a todas partes siempre inquieto.

Yo he pasado largas noches en la selva,
cabe el tronco perfumado del abeto,
escuchando los rumores del torrente,
y los trémulos bramidos de los ciervos,
y el aullido plañidero de la loba,
y las músicas errátiles del viento,
y el insólito graznido de los cárabos,
que parece carcajada del infierno.
Yo he gozado en la salvaje serranía
la frescura deleitante de los céfiros,
y he dormido junto al tajo del abismo
la embriaguez que le producen al cerebro
los olores resinosos de las jaras,
los selváticos aromas de los brezos
y la hipnótica visión de las alturas
que me hundía en las regiones de los vértigos.
Yo he bebido en los recónditos aguajes
de las corzas amarillas y los ciervos,
y he matado a puñaladas en el coto
al arisco jabalí, sañudo y fiero.
Yo he bogado en un madero por el río,
y he corrido con un potro por los cerros,
y he plantado en el peñasco la buitrera
y he arrojado los harpones en el piélago.

Contemplando la armonía de la vida
bajo el ancho cortinaje de los cielos,
yo he pasado las de agosto noches puras
y las negras noches lóbregas de invierno
en la cumbre de colinas virgilianas
o en la choza de lentiscos del cabrero,
o en las húmedas umbrías de los montes
bajo el palio de follaje de los quéjigos.
Y han henchido mis pulmones con sus ráfagas
el de mayo, delicioso ambiente fresco,
el solano bochornoso del estío
y el de enero flagelante duro cierzo.

A las puertas de los antros de las fieras
los impulsos violentísimos del miedo
me han llevado a guarecerme, acobardado
por la ronca fragorosa voz del trueno
que botaba en las gargantas de la sierra
y mugía en los abismos de los cielos.

Y encajado como mísera alimaña
en la grieta del peñasco gigantesco,
he sentido la grandeza de lo grande
y he llorado la ruindad de lo pequeño.

Y en la sierra, y en el monte, y en el valle,
y en el río, y en el antro, y en el piélago,
dondequiera que mis ojos se posaron,
dondequiera que mis pies me condujeron,
me decían: —¿Ves a Dios? —Todas las cosas,
y mi espíritu decía: —Sí, lo veo.

—¿Y confiesas? —Y confieso. —¿Y amas? —Y amo.
—¿Y en tu Dios esperarás? —En Él espero.

¡Cuantas veces he llorado la miseria
de la turba dislocada de perversos
que en la mágica ciudad artificiosa
injuriaban a mi Dios sin conocerlo!
Si es verdad que no lo encuentran, aturdidos
de la mágica ciudad por el estruendo,
que se vengan a admirarlo aquí en sus obras,
que se vengan a adorarlo en sus efectos,
en el seno de esta gran Naturaleza
donde es grande por su esencia lo pequeño;
donde, hablándonos de Dios todas las cosas,
al revés de la ciudad de los estruendos,
lo soberbio dice menos que lo humilde,
el reposo dice más que el movimiento,
las palabras hablan menos que el movimiento,
las palabras hablan menos que los ruidos,
y los ruidos dicen menos que el silencio...

 

 

 

 


 

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