Premio
Punto de
Excelencia

 

La Trucha.
(Quinteto para piano d. 667)

Marco Payo Yubero

Viena, 8 de octubre de 1.837

Querido hijo: Me alegro de que tus asuntos hayan quedado solucionados y también de que tu mujer y las niñas estén bien. Agradezco tus recomendaciones musicales, de hecho, esta noche acudiré al Teatro y espero con ilusión ver a los amigos y escuchar otra vez ese quinteto que con amabilidad me recomiendas. A propósito de esto he de decirte que desconoces hasta que punto me ha interesado; tu padre es viejo y tiene ya una maleta grande de recuerdos. Hace unos veinte años estuve destinado en Steyr para la preparación de algunos flecos del congreso de Viena relativos a las anexiones del sur; dispuse de muchas tardes para pasear por la ciudad y por las hermosas campiñas cercanas, surcadas por pequeños tributarios del Enns, a los que con frecuencia me acercaba a por unas truchillas que entregaba luego en la cocina de la residencia de oficiales, para que las sirvieran en la cena. Uno de aquellos días, estaba probando un curioso sistema, venido de Gran Bretaña, que usa toscos peluches con plumas y pelos variados cosidos al anzuelo, hilo de crin y cuerda de seda, cuya eficacia en su conjunto depende de unas habilidades que son prolijas de contar, el sigilo entre ellas. Así, rastreando orillas arboladas, encontré una magnífica zona en la que varias truchas aguardaban comida. Entre las ramas frondosas vi a un caballero sentado en la hierba que miraba con precisión a uno de aquellos pececillos, y, de vez en cuando, tamborileaba con los dedos sobre su rodilla y escribía a continuación sobre un manojo de cuartillas. Tras un tiempo prudencial me metí en el río hasta las rodillas, sistema útil para el novedoso aparejo, saludé y lancé mi moscón, que fue de inmediato alcanzado por un buen ejemplar. En ese momento, no antes, ya que el ruido de la corriente había disipado mi saludo, se levantó, dejó la pluma y los papeles cuidadosamente sobre una pequeña silla de campaña y, señalando a la trucha, profirió algunos comentarios que tampoco escuché por idéntica razón. Crucé el regato y, ya frente a él, saludé de nuevo y fui correspondido por aquel señor gordito y de lentes redondas que no apartaba la vista de la trucha muerta sobre mi mano.

-Seguro que estaría mejor en el río.

-Pues... probablemente, ¿quiere Vd. el pez?, se lo regalo.

-No por Dios, guárdelo y que le sea de provecho, a propósito, he visto como encenagaba Vd. el agua para confundir a la trucha y que mordiera su cebo.

-No verá, no es por eso, yo...

No hubo tiempo para replicar porque aquel joven, al que le pude calcular unos dieciocho años, dejó de apretarse las manos con gesto nervioso, como un niño al que han quitado la pelota y no se atreve a recuperarla y se despidió con un “si me disculpa, Sr.”, luego se detuvo, giró de nuevo hacia mí, con unos ojos brillantes de profunda inteligencia que aun recuerdo y apuntando una leve sonrisa me preguntó,

-¿Ha pensado, de verdad, en que ese animal estaba nadando libremente hace un instante y que Vd. y sólo Vd. es el responsable de su muerte, que Vd. ha podido decidir?.

Luego le vi alejarse con su silla de campaña y una carpeta hacia la cercana casa del abogado Albert Schellmann al que conocí en aquella época por su participación en los trabajos sobre la integración del Reino Lombardo que te he referido y de quien –con seguridad- mi impulsivo interlocutor sería invitado. De vuelta al río encontré una hoja de papel arrugada con la trascripción en imprenta de un poema de Daniel Schubart, un vividor del siglo pasado, y sobre los versos algunos garabatos de notas musicales con la tinta aún fresca. En un claro arroyo/se precipita alegre/la trucha juguetona /(...) Un pescador con su caña/se colocó en la orilla/y miró a sangre fría (...).

Terminé aquella misión y pasé una temporada larga con vuestra madre y con vosotros, para ser testigo de vuestro crecimiento y para disfrutar al lado de la mujer que siempre he querido. Pasados dos años desde entonces, volví a Steyr con ocasión de la gala de condecoración de varios compañeros a los que serviría honores el mismísimo Canciller. Hubo que hablar de nuestro pasado, de nuestras vidas y del prometedor devenir y, en nuestros paseos, recalamos en aquellas riberas frondosas de tan grato recuerdo. Imagínate mi sorpresa cuando, al pasar frente a la casa del citado abogado, un hombre gordito de lentes redondas miraba el río y escribía notas. Me disculpé con mis colegas y bajé hasta la orilla. Me miró sin mucha sorpresa, a pesar de que mi atuendo de pescador había sido sustituido por el de militar de gala.

-Buenas tardes, Sr. Pescador –dijo reconociéndome al instante- ha pasado tiempo ¿verdad?.

-Me sorprende verle de nuevo tomando notas sobre... ¿sobre las truchas?.

-Sí, más o menos, sobre una trucha. Le confieso que no he vuelto desde que lo ví a Vd hace una par de veranos. Entonces necesité venir, y ahora lo necesito de nuevo.

-En fin, no le molesto, le dejo con sus notas y sus truchas. Ha sido un placer verlo de nuevo.

Cuando giré para volver con mis compañeros me llamó, y con unos ojos brillantes de profunda inteligencia y una leve sonrisa me preguntó,

-Sr., ¿ha pensado sobre la pregunta que le hice?.

-Pues mire, recuerdo su pregunta y, en fin, al menos no lo he meditado a conciencia, ¿por qué le interesa?.

-Bueno, le confieso que estoy en el último movimiento de un quinteto y necesito saber si Vd. se arrepintió de haber matado al pez.

-Ya le digo que no he meditado sobre ello, pero en fin, creo que no.

-Gracias, me facilita Vd. el final, Sr. Pescador.

-Me alegro de que así sea, a propósito, ¿su nombre es...?

-Franz, Franz Schubert.

Han pasado muchos años, hijo, los tiempos han cambiado y ya nada será igual. Las máquinas siegan la mies y también la mano de obra. Emergen fuerzas sociales hasta ahora ignoradas que conformarán un nuevo mundo; el crisol de naciones en el que hemos trabajado se agita incómodo y en las fronteras pronto oiremos otra vez el metal de las bayonetas. Tenemos que aprender a adaptarnos al curso de las épocas, yo estoy cansado y enfermo, me pesan los años y hoy valoro más la vida, cada vida; cada pequeña demostración del milagro de la existencia. Ahora entiendo la pregunta del efímero y formidable compositor, pero mi libro está escrito y no tengo ánimo ni tiempo para dar la respuesta que él quería.

Me duele ver miseria en las calles y miedo en los niños. A veces sueño que sostengo en mi mano aquella trucha inerte, rodeado de todos mis nietos. Esta noche, en el concierto volveré a escuchar, por última vez, la música de su triste historia.

 

Marco Payo Yubero

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