Premio
Punto de
Excelencia

 

BERILO Y AMATISTA

Jaime García-Rodríguez y Alvarez


Today There Will Be a Difficult Day by Andrej Mashkovtsev, 2003, indian ink and watercolor on paper, 37 x 27 cm.

    

     BERILO Y AMATISTA

     El Berilo es un silicato de berilo, simplemente un minera del berilo (Be). Nada más que eso. Brilla, luce y transluce, pero nadie sabe su tonalidad exacta. El color es el alma del Berilo y cuando alguien dice: "Es verde", "es azul" o "es verdiazul", el Berilo se convierte en un trozo de carbón y aunque cause asombro, es un hecho científico que sigue leyes rigurosas y obedece las ecuaciones de dislocación de Taylor-Orowan. Por otro lado, no tiene nada de particular; mientras el alma guarda un enigma hay calor en los destellos de la vida, pero cuando ese espíritu impreciso luce íntimamente comprensible, ha perdido la razón de ser y, desde luego, cuando el Berilo no tiene razón de ser deviene en antracita...

     El Berilo da cristales grandes, es diexagonal bipiramidal y los anillos séxtuples se sobreponen ordenadamente en dirección vertical. Aunque su linaje se pierde en el magma ardiente de las nebulosas, la familia tiene variedades nobles consideradas piedras raras: Las Esmeraldas. Algún trozo de Cuarzo con ínfulas de moralista se atrevió a criticar el color subido de las Esmeraldas, pero en cuanto corrieron dichos acerca de la causa por la que los Cuarzos son los minerales más abundantes en la Naturaleza, no volvió a saberse de él.

     El Berilo de nuestra historia era un Berilo serio, algo melancólico si acaso. Era un Berilo que nació en un filón galaico entre la bruma del atardecer.

     La Amatista era... "algo sensacional", iba yo a decir, pero no, no es esa la palabra justa. Es difícil explicarlo, pero todos nosotros hemos visto, al menos una vez en la vida, esa Amatista que mueve los ensueños. O hemos creído verla.

     Las Amatistas son la apoteosis del cristal de roca. Podríamos pensar que ópticamente se caracterizan por la estructura estratificada en cuarzo derecho e izquierdo, por la presencia de algunas impurezas de sulfatos de boro y otras menudencias. Y aceptaríamos como artículo de fe su composición silícea y su hermoso color violeta...

     Pero la Amatista de este relato era distinta. Sin ser llamativa, los destellos de luz recorrían su cuerpo de arriba abajo y estallaban en una amplia cabellera de fulgores. Era tibia, era dulce y era buena. Al mirarla refulgía un brillo distinto en sus tacetas. Si yo hubiese encontrado una Amatista así la hubiera amado toda una vida.

     Normalmente cada minera vive encerrado en sus redes cristalinas. Con todo, la Madre Naturaleza permite alguna vez que dos redes coincidan. Nadie sabe cuándo ocurre, pero las montañas más antiguas aseguran que es el signo que precede los grandes cataclismos...

     El Berilo vivía una existencia triste, aunque no llegara a tener -mineral a fin de cuentas- una clara conciencia de ello. Vivía encerrado en su propia dimensión, limitado por sus aristas y sus caras y por tres o cuatro facetas que un orfebre de Borgoña pudo tallarle antes de que él escapase por una ventana.

     Envidiaba a los Granates porque son especiales, resultan simpáticos a todo el mundo y tienen amigos en cualquier lugar.

     El Berilo tenía grandes ideales. Nunca se resignaría a la limitación de las caras, aristas y facetas; su brillo debía atravesarlas y esparcir calor en torno a cuantos le rodeaban. Pero cada día acarreaba un nuevo fracaso. Esos grandes ideales, no era capaz de realizarlos. ¿De que le valía intentar algo por los demás minerales si la trágica realidad de su imperfección acababa truncando sus proyectos?

     No veía sentido claro a su existencia mineral. Ya hemos dicho que era un Berilo serio. Es posible que de no haberlo sido habría intentado arrojarse al magma hirviente del que había venido. Pero se daba cuenta de la irresponsabilidad de tal acto. El magma no era el fin, acaso lo contrario: podría significar el venir a recristalizar tras millones de años en una piedra negra como los Azabaches... porque al fin y al cabo, él estaba emparentado con las Esmeraldas. ¡Casi nada!...

     De momento era muy triste no tener más perspectiva que procurar acumular puntitos de luz para llegar a ser piedra preciosa. Pero ya se sabe, aunque los más sonrían, que los puntitos de luz no dan la felicidad...

     Una mañana se puso en camino para hablar con su prima Esmeralda. Ella era una muchacha influyente, relacionada con todo tipo de piedras. Puesto que el Berilo no encontraba sentido a su existencia mineral, debía echar mano de cuantos recursos pudiera para hallar solución al problema. Lo que resultaría imperdonable seria el resignarse, aceptando la derrota sin batalla.

     Esmeralda debía estar convencida de que su primo era un mineral un tanto extraño. Inmersa en esa vida frívola cuajada de Zafiros aduladores, no comprendía las inquietudes del Berilo. Empero, contenía cortésmente el pensamiento -civilización es ceremonia- y se esforzaba en buscar la manera de echar una mano al pobre primo, pues poseía un fondo de natural bondad.

     Esmeralda pensaba y pensaba. ¿Cómo ayudar al Berilo? De repente chispeé de alegría. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Contemplé al primo con malicia femenina y le dijo:

     — ¿Por qué no vas a hablar con la Piedra Filosofal? Seguramente te dará una respuesta, lo sabe todo... -se detuvo sonrojada a media frase-. Bueno, o casi todo...

     El Berilo se puso en camino rápidamente. Esmeralda le había prestado un río que utilizaba como medio privado de transporte. Se dejé llevar por la corriente y si en la curva de algún meandro tuvo miedo de estrellarse, se calló para que las aguas no lo creyesen timorato.

     Rio abajo, donde la vegetación es extraña y las sombras envuelven la ribera, el Berilo empezó a encontrar pepitas de oro que corrían alocadas, chocando unas con otras y yendo a rebotar en el fondo tras arriesgadísimos saltos. El Berilo les preguntó por la Piedra Filosofal y las pepitas respondieron:

     — ¡Río abajo, río abajo!, donde no cae la noche ni hace falta que venga el sol.

     Siguió rodando con las pepitas y en alguna ocasión llegó a intrigar a las apáticas garzas que tomaban apoyo con sus patas de junco en el légamo del fondo. A medida que avanzaba, las pepitas iban siendo mayores y más abundantes.

     Cuando menos lo esperaba le deslumbré el fulgor de un recodo donde las pepitas se contaban por centenares y el fondo mismo del río era de oro puro. El Berilo pensó que con tal iluminación las truchas vivirían una eterna alborada; se dio cuenta entonces de que aquella era la residencia de la Piedra Filosofal. El río detuvo su curso y el Berilo salió del agua ante la mirada de unos Jacintos de Compostela, admirados por tan lujoso vehículo.

     — Por favor, ¿podrían indicarme dónde vive la Piedra Filosofal?

     — ¡Hum! -mascullaron los compostelanos-. ¿Le ha pedido usted consulta con anticipación?

     — ¡Desde luego! -contestó algo enfadado el Berilo, pues le molestaban los burócratas-. Vengo de parte de la señorita Esmeralda. ¿Vosotros sois de Santiago, verdad?

     Los Jacintos, impresionados por aquel mineral que traía una recomendación notoria, no protestaron ante la última pregunta, pues ya se sabe que en el mundo minera los Jacintos no pueden ser sino de Santiago de Compostela, de lo contrario perderían el brillo de la lluvia y serían flores, simples flores que nacen y mueren; repararon por el contrario en que aquel era el Berilo, gallego como ellos, y le dijeron solícitos:

     — Perdone Señor que no le hayamos reconocido. Pase, pase..

     La Piedra Filosofal no era más que un ópalo semiprecioso, pero infundía temor con sus capas concéntricas de materia cristalino-coloidal que lo hacían más viejo de lo que en realidad era.

     — ¿Qué, qué deseas? -preguntó impaciente-. ¿También tú quieres convertirte en oro?

     El Berilo, íntimamente orgulloso de ser Berilo protestó con timidez y comenzó a exponer su caso.

     — Elemental, el diagnóstico no falla en estos casos -murmuré la Piedra Filosofal-. Buscarás en el mundo lejano que imita nuestro mundo, el reflejo del animal que pudo ser y ya no puede ser, mas nos dejó su sombra. El te dará la solución.

     Otro se hubiera descorazonado con tales indicaciones y, allá intramuros, el Berilo comenzaba a desanimarse, pero como era un mineral que no podía permanecer inactivo, decidió desentrañar el significado de las palabras de la Piedra Filosofal.

     Haciendo honor a sus aristocráticos ascendientes estaba más acostumbrado al pensamiento que a la acción y la adivinanza del Opalo no se le resistió.

     Evidentemente debía buscar en el universo de las estrellas la imagen del dinosaurio fósil que se había hecho piedra, sugestionado tal vez por su tumba caliza. No cabía otra interpretación, pues el cielo no es más que un espejo que refleja nuestra imagen.

     No queriendo molestar a la prima Esmeralda, resolvió el problema del transporte a expensas de un meteorito que se había ganado fama de romántico, pero que en realidad se dedicaba a introducir diamantes de contrabando. El Berilo pasaba por alto esta circunstancia, a fin de cuentas a nadie engañaba con esos diamantes siderales, fatuos, advenedizos y con un 47,5 por 100 de impurezas variadas, y a él lo que de verdad le interesaba era buscar el reflejo del dinosaurio fósil.
Cuando encontré el reflejo que buscaba, a la derecha de la Vía Láctea, tuvo un primer impulso de acercarse a él, pero cayó en la cuenta de que cuanto más se acerca uno a los reflejos más se alejan éstos. Opté por hablarle a distancia y lo mejor era ir a la raíz del asunto:

     — Reflejo del diriosaurio fósil. ¿Qué debo hacer para encontrar la razón de la existencia?

     — ¡Echarte novia, hombre! ¡Echarte novia! -replicó cachazudo y con voz cavernosa el reflejo del dinosaurio-.

     El Berilo quedó desconcertado. No comprendió y empezó a hacerse a la idea de que el reflejo del dinosaurio se estaba burlando de él.

     — ¡Vaya, caramba! ¡Otro que se enfada!... Estos minerales son difíciles de entendederas y aunque yo mismo estoy mineralizado, fui un ser vivo en otro tiempo y allí abajo discernía perfectamente el tallo jugoso del helecho y la carne áspera de los saurios marinos. ¿Minerales?... ¡Puah! ¡Unos burros todos ellos!

     El Berilo no supo qué decir, había que excusar a los ancianos, que suelen tener muy mal humor, y el dinosaurio ya era viejo.

     — Pero haré una excepción contigo -dijo condescendiente el fósil-. Lo único que deseaba decirte es que sólo hay para ti una posibilidad: encontrar una Amatista. Si tu amor consigue darle siete luminiscencias a esa Amatista, entonces ella te convertirá en hombre y tú la harás mujer. Estás equivocado al buscar sentido a la existencia no siendo más que un mineral, en nuestro reino los minerales no sienten. Tu respuesta se halla en otro mundo al que sólo se puede pasar a través de las Amatistas. En ese mundo de hombres y mujeres serás libre de encontrar tu respuesta.

     Apresuradamente se despidió el Berilo, regresando a la Tierra en alas de una ilusión, sin esperar siquiera al meteorito contrabandista.

     Corrió con los aires del Norte, a través de albuferas y de landas, entre pinos y algas con olor a yodo secándose en las playas. ¡Hacia los Alpes! El Berilo avanzaba en busca de los mejores yacimientos de Amatista, los que guardan púdicamente las faldas de montaña, los ricos yacimientos del río Drac, entre cucuruchos de nieve en las cumbres alpinas...

     Por poco que alguien conozca sobre la psicología de las Amatistas, estará de acuerdo conmigo en que hay que obrar con mucho tacto. Las Amatistas son muy complejas y es difícil predecir cómo actuarán. La verdad es que uno prescindiría de ellas, pero ¡son tan bonitas!...

     El Berilo sabia algo de Amatistas. Cuando uno busca una Amatista concreta ha de andar con pies de plomo, pues lo más probable es que se le vaya de las manos. Hay que despreocuparse y marchar hacia adelante. Lo corriente es que cuando menos se espera surja esa amatista venida de Dios sabe donde.

     Para dar apariencia de despreocupación no hay nada como fingir mirar las nubes en alguna cantera de moda. El Berilo se unió con unos cuantos fosfatos franceses y se dedicó a beber aguas termales con pastis, pero cuando se cansó de la verborrea de sus compañeros, dedicados a hablar de piedras frívolas y de las excelencias de los minerales galos, decidió marcharse. Los otros se quedaron bebiendo mientras repetían "Oh, les minèraux de l'Espagne!".

     Resbalaba por una ladera camino del río cercano, cuando un fulgor violeta lo detuvo en seco. ¡Era una Amatista! ¡Y qué Amatista! No pudo acordarse de nada, olvidó la Piedra Filosofal y la imagen del dinosaurio. Olvidó sus preocupaciones. Si aquella Amatista lo amase, no le importaría nada más.

     — "Bonjour" -balbuceé el Berilo y ya no pudo decir más porque se le atragantaron las palabras.

     Resulté que la Amatista venia de un yacimiento de Burgos, con lo que el Berilo se congratulé al tener simplificado el problema del idioma. ¡Y hete aquí que decidieron regresar juntos a España! Recorrían los mismos valles, rodaban a la par por idénticos cauces y tenían aficiones comunes.

     Si, es cierto, el Berilo se había enamorado perdidamente. No vale la pena dar detalles, pues todos conocemos lo que es un Berilo enamorado, esto y la fórmula estequiométrica de las rodocrocitas son cosas sin las cuales no se puede caminar por las minas. No queriendo desvelar toda la intimidad del Berilo solamente diré que se propuso una especie de "programa" -muy pascaliano- para ganar el amor de su Amatista: quiso conocerla bien, ser a su vez bien conocido, salir varios meses con ella y, ante todo, "no precipitarse aun a riesgo de perderla". Yo no confío en las Amatistas y me inclino a creer que algo andaba mal en las ecuaciones energéticas del Berilo.

     El Berilo acompañé bastante tiempo a la Amatista. Al fin, aprovechando un arroyo solitario, creyó llegado el momento de hablar seriamente. Le conté sus preocupaciones, reconoció que sentía algo distinto cuando ella lo envolvía en reflejos de ternura, le confesé cuanta tristeza había en él y por fin le dijo que solamente el amor de una Amatista seria capaz de redimirlo.

     La Amatista lo miró con pena. El Berilo estaba nerviosísimo, pero en el fondo tenía esperanzas, las amatistas dicen siempre "no" la primera vez para dar algo de emoción a estas cuestiones.

     — Eres un mineral estupendo -empezó diciendo la Amatista-, yo quisiera haber encontrado antes alguien como tú, pero... -aquí se le quebré la voz-... pero no me gustas...

     El Berilo sintió como la fricción brutal de la broca con que tallan los joyeros a las piedras nobles.

     — Me hubiese gustado hacerme mujer amándote -prosiguió la Amatista-, y acaso he abusado de ti. Yo tuve siempre el complejo de no ser capaz de amar. Mientras las otras Amatistas encontraban su Zafiro, yo, que brillaba aún más que ellas, no hallaba un Zafiro que me agradase. Cuando me propuse hallarlo para no ser menos que las otras lo destrocé, pues no lo amaba realmente, y no puedo hacer esto contigo que eres tan bueno. Acaso dentro de mucho tiempo... yo...

     El Berilo estaba abrumado. Había creído agradar a la Amatista, si no con su brillo, sí con la inquietud noble de su alma y ella solamente le decía "no me gustas". No pudo pensar nada, su dolor tenía una entidad tremenda que le sobrepasaba, "no", "no", "no"...

     Cuando miré a la Amatista, vio en sus facetas el destello de dos lágrimas que iban resbalando pausadamente. Dos destellos eran poco, el reflejo del dinosaurio había dicho que sólo le redimirían siete luminiscencias y dos reflejos, aun con su hermoso color violeta, eran muy poco...

     El excursionista tomó aquella piedra tan vistosa y volviéndose hacia su compañero gritó entusiasmado:

     — ¡Mira! ¡Es verde! ¡Es azul! ¡Es verdiazul!

El compañero miré la palma de la mano del excursionista y aunque creyó distinguir al primer golpe de vista un cristal de Berilo, se dio cuenta rápidamente de que era tan solo un trozo de carbón.

     El alma del Berilo, cruelmente desnuda, no había podido soportar el dolor que le invadía. El Berilo había perdido la razón de ser y cuando el Berilo no puede seguir siendo Berilo, sólo le queda la solución de convertirse en carbón.

     — ¡Qué raro! Yo juraría haber recogido una piedra azul, o verde, o verdiazul... pero sólo es carbón...

     El compañero del excursionista se detuvo con gesto pensativo. Al cabo de un rato dijo:

     — Oye... ¿Sabes una cosa? -¿Qué? -preguntó el excursionista. -Que el carbón es casi casi diamante... Un poco más de presión, un poco más de temperatura y todo el oro del mundo no hubiese bastado para comprar ese pequeño trozo negro...


Jaime Garcia-Rodriguez y A.

Waterloo, Bélgica.

Copyright ©2004 Jaime Garcia-Rodriguez y A.


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The Duchess of Malfi, página del Director de cine Benjamin Capps
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