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MARGUERITE DURAS: LA MUJER Y LA ESCRITURA

Rafael Conté.
Madrid, diciembre, 1984.


MARGUERITE DURAS: LA MUJER Y LA ESCRITURA

No recuerdo exactamente qué año fue. Era primavera -de eso sí estoy seguro-, el sol de París lucía, como siempre tímido, atravesando a duras penas la frescura de un aire suave y claro, y el bulevar de Saint Germain des Pres, al lado de la iglesia del mismo nombre, justo en el cruce con la calle Bonaparte, seguía siendo una isla en el corazón del viejo París inmutable. El tráfico, las tiendas, los turistas... Nada que ha­cer. Hay lugares que no cambian jamás, por los que apenas pasan los años, espacios inmóviles a lo largo del tiempo. Los dos cafés de la zona, el Deux Magots y el Flore, parecen haber estado allí desde los tiempos de Pardaillan, cuando to­dos estos parajes eran terrenos de la abadía de Saint Germain, los prados aledaños al París primitivo que se apelotonaba detrás, en tomo al Sena.

Salíamos de la librería La Hune , y uno de nuestros amigos se sentía desdichado por algún contratiempo amoroso. De repente, se apartó para saludar a una amiga, una especie de viejecita arrugada, enfundada en un viejo gabán cuyos ojos, sin embargo, relucían vivísimos tras unas gruesas gafas de concha. Al momento, mi amigo comenzó a hablar sin parar, gesticulando como si llorase. «Le está contando sus penas», dijo otro de los acompañantes, «es Marguerite Duras». El rostro devastado de la escritora nos era ya familiar, y me acerqué lentamente para ver de cazar algo de la conversación. El amante desdeñado desgranaba su corazón dolorido ante la vieja amiga. «Fue un error -decía- no debí haber telefoneado». Suavemente, Margue­rite Duras suavizó la tierra labrada de sus arrugas, sus ojos parpadearon y dijo quedamente: «II n'y apas d'erreur. Il n'y a que des actes bizarres.» Traduzco aproximativamente, como es de necesidad: «No hay errores. Sólo hay actos extraños.»

No sé si esta frase pertenece a alguno de los libros de esta escritora secreta -y creo haberlos leído todos- que de repente ha saltado a sus se­tenta años a los primeros lugares de esa ambigua celebridad que hoy construyen a medias la industria cultural y los medios de comunicación de masas. La concesión del premio Goncourt a su última novela en el mes de noviembre pasado hizo repentinamente célebre el nombre de Marguerite Duras, cuando ya po­seía una obra abundante y dispersa, elaborada en más de cuarenta años de carrera. Para los aficionados a la literatura, pese a todo, su obra ya era conocida, y el premio no resultaba ni sorprendente ni injustificado. Era una obra ya pesada para sus frágiles espaldas: veinte novelas, dieciocho películas, catorce obras teatrales propias y seis adaptaciones ajenas, numerosos artículos, cuatro libros más de ensayos y miscelánea diversa no son magra cosecha para esta mujer de rostro devastado, para la cual -yo lo oí- el error no existe. Sólo hay actos extraños.

En aquel entonces –era a mediados de los setenta– Marguerite Duras se hallaba metida en nuevas empresas cinematográficas, pues se acababan de estrenar dos películas también bastante extrañas, que formaban como el haz y el envés de un díptico misterioso. El haz era India Song, que se había publicado poco antes sin saber bien a qué género pertenecía: debajo del título se indicaba solamente «texto, teatro, film». El envés resultaba ser todavía más insólito: so­bre los escenarios carcomidos y deslumbrantes en los que se había rodado la película anterior, Marguerite Duras había superpuesto la misma banda sonora. Y así, las palabras y la voz en off de India Song transcurrían dulce y suavemente por los espacios vacíos de Son nom de Venise dans Calcutta desért. No se trataba, tampoco esta vez, de un error, sino de un deliberado acto extraño, raro y sorprendente una vez más. La escritora, en la cumbre de su madurez y a punto de sufrir una grave crisis -poco después se tuvo que someter a una cura estremecedora de des­intoxicación alcohólica- seguía tan joven y vanguardista como en sus primeras obras.

Aquella frase sobre el error y la extrañeza me ha seguido persiguiendo desde entonces, la recuerdo de vez en cuando, y en ocasiones aparece en alguno de mis trabajos; pero es la primera vez que la cito con exactitud, que se la devuelvo a su legítima propietaria, intentando evocar, en la mínima medida de mis capacidades, el momento y las circunstancias en los que pude escucharla. Era un modelo de consuelo, un prodigio de ternura, una puerta abierta hacia el misterio de los sentimientos y de las conductas. Una frase así, en mi opinión, retrata a quien la pronuncia con mayor exactitud que cualquier análisis, que la más encarnizada descripción.

UN PREMIO TARDÍO

«Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde», dice Marguerite Duras en el tercer párrafo de esta extraordinaria novela que el lector tiene ahora en sus manos, y que ha sido la que ha atraído sobre su autora todos los focos de la actualidad con tanto retraso como palmaria injusticia. Pues en realidad, su nombre no era de los más citados en torno a la concesión del premio Goncourt. El amante –del que ahora el lector español dispone de esta magnífica traducción realizada por otra gran escritora, española y más joven en este caso, Ana María Moix– se había publicado de manera casi anónima y sin el menor despliegue publicitario en una de las empresas culturales más rigurosas de Francia y menos dadas a toda suerte de manipulaciones de escándalos o publicidades mendaces, Les Éditions de Minuit. Una empresa que tuvo su origen allá en los tiempos de la segunda guerra mundial, durante la ocupación de Francia por las tropas de la Alemania de Hitler. Estas «ediciones de medianoche» fueron fundadas por escritores e intelectuales que luchaban en el movimiento de resistencia contra los nazis, y que publicaban sus obras con seudónimo y bajo esta firma clandestina y casi fantasmal: Albert Camus, Louis Aragón, Paul Eluard y tantos y tantos otros que se comprometieron en el com­bate en aquellos años trágicos y difíciles.

Por aquel entonces, Marguerite Duras, que todavía no se llamaba así, era una joven licenciada universitaria que trabajaba en tareas edi­toriales, tras haber cursado estudios de derecho, matemáticas y ciencias políticas. Había nacido en la Indochina francesa, en las cercanías de Saigón, en el seno de una familia de pequeños funcionarios de la administración colonial francesa, justo en el año en el que comenzaría la primera gran guerra de este siglo pródigo en ellas y en tragedias de toda índole: 1914. Su padre era profesor de matemáticas, pero murió pronto, y sus tres hijos -dos varones, además de la futura escritora- quedaron al cuidado de la madre, que era maestra, pero que intentó también establecerse como colono agrícola. Marguerite Duras iba a contar después la historia de aquellos años difíciles en varias de sus obras, una de ellas precisamente este El amante que le ha dado el triunfo final.

La joven Marguerite Duras se estableció definitivamente en Francia en 1932, contrajo sucesivamente dos matrimonios –el primero con Robert Antelme, autor de un libro importante y solitario, La especie humana, en 1939, y tres años después con Dyonis Mascólo, autor de El comunismo, del que tuvo un hijo–, militó intensamente en el partido comunista francés, del que se separaría bastantes años después, y combatió también en las filas de la resistencia contra los alemanes. Su carrera de novelista se inició durante la guerra, en 1943, cuando publicó en la editorial Plon su primer libro, Les impudents, que no debe amar a estas alturas demasiado, pues parece haberse negado a reeditar. Eran los años del combate político y militar en la clandestinidad, cuando se iniciaba también como periodista y se acercaba al círculo de Les Temps Modernes, la revista de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. De la mano de este grupo, la obra de Marguerite Duras entra en la editorial Gallimard, la más importante de Francia, donde publica ya al año siguiente su segunda novela, una historia de adolescentes en el mundo rural titulada La vida tranquila; a partir de entonces, la escritora publicará en esta casa editora casi toda su producción, alternándola, en los últimos años, con Les Editions de Minuit y con otra empresa filial de Gallimard, Mercure de France.

PRIMERA REVELACIÓN

Pero, en realidad, fue en la década de los 50 cuando el nombre de Marguerite Duras se reveló ante el público como el de una novelista con la que había que contar. En esta década, justo a partir de 1950, publica seis novelas, un libro de relatos y su primera obra teatral, y firma al cerrarla, justo en 1960, su primer guión de cine, el de la película que causó un impacto mundial en el festival de Cannes de aquel año, Hiroshima mon amour, que, con guión y diálogos de la escritora, realizó Alain Resnais. Las tres principales corrientes del arte «narrativo» de Marguerite Duras ya estaban así presentes en toda su magnitud: la novela, el teatro y el cine. Por otra parte, su tercera novela era ya una obra maestra, y en ella se contenían en poten­cia múltiples datos de la obra de la escritora. Se publicó en 1950 –su título era Un barrage contre le Pacifique («Un dique contra el Pacífico»)– y fue asimismo adaptada al cine por el director Rene Clément. Y su tema empezaba ya a ser una constante en la obra de Marguerite Duras: se trataba de las desventuras de una mujer viuda y con tres hijos, pequeña funcionaría francesa en Indochina, que adquiere una concesión agrícola según el sistema de la administración colonial, para hacer fortuna mediante su explotación. En realidad, fue exactamente lo que le sucedió a la madre de la escritora, que se hizo conceder -no sin dejar de pagar las debidas corruptelas coloniales- una concesión agrícola que resultó ser inviable, ya que las aguas del Pacífico la inundaban durante seis meses al año. La ambición de la madre fue la de construir un dique que salvaguardara sus tierras de la inundación anual, pero fracasó, y tuvo que malvivir con sus tres hijos mediante pequeños oficios, desde el subempleo como maestra contratada hasta tocar el piano en un cine mudo de la época. En su obra teatral L'Eden Cinéma y en El amante surgen los mismos episodios, los mis­mos personajes y los mismos escenarios.

El libro de relatos de la década fue Días enteros en los árboles (1954), y la obra teatral Los viaductos de Seine et Oise (1959), en la que la escritora irrumpe en el mundo del crimen contraponién­dolo al de la vida cotidiana, merced a la drama tización de un célebre caso criminal de la época. También de esta época es una novela romántica, El marino de Gibraltar (1952), y cuatro novelas de apariencia «objetivista», Los caballitos de Tarquinia (1953), Elsquare (1955), Moderato cantabile (1958) y Diez horas y media de una noche de verano (1960), de las que la segunda y la tercera son ya dos obras maestras. Y fue precisamente El square, la primera de sus novelas que fue traducida al castellano, mediante las gestiones e impulso de Juan Goytisolo que la hizo publicar en la editorial Seix Barral en los años sesenta. Se trata del diálogo entre un buhonero y una criada en un pequeño square parisién, lo que, por su técnica dialogada y apremiante objetividad del relato, la emparentaba con aquel movimiento de la novela francesa de mediados de siglo que se conoció –y se conoce, dada su fortuna crítica– con el nombre de «nouveau román» o «nueva novela».

LA «NUEVA NOVELA»

Hay que decirlo desde el principio. La utilización del nombre de Marguerite Duras como miembro del «nouveau román» es algo abusivo, y perfectamente injustificado si consideramos el conjunto de su obra, desde sus principios hasta sus espléndidos finales. Hubo, eso sí, una etapa intermedia en la que los procedimientos utilizados por la escritora podían justificar parcialmente este emparentamiento abusivo. De hecho, su obra venía de antes, y su vanguardismo expresivo y sus experimentaciones técnicas seguían un camino demasiado personal y propio. Aquellas experiencias técnicas la habían llevado al teatro, y posteriormente al cine, términos a los que la llevaba su afán de objetividad y de exactitud «exteriores». Sin embargo, esa pretendida objetividad estaba siempre teñida de una extrema subjetividad, y el punto de vista personal de la narradora se imponía a la exterioridad del relato.

De aquella época de pretendido «behaviorismo» –exposición de las conductas de los personajes desde fuera, sin entrar en sus pensamientos ni en su conciencia– hay, sin embargo, algunas obras maestras. Junto a las ya citadas, El square y Moderato cantabile, habrá que citar, en la década siguiente Destruir, dice ella (1969). Y junto a ella, hay que señalar también otras novelas como La tarde del señor Andesmas (1962), El vicecónsul (1965), La amante inglesa (1967), y Abahn, Sabana, David (1970), así como otra obra muy distinta, y que se separa ya de la escuela de la nueva novela, Le ravissement de Lol V. Stein (1964), uno de los dos libros que ha escrito sin estar «bajo la influencia del alcohol», según ha declarado recientemente. Habrá que volver so­bre el tema, advirtiendo tan sólo que el otro de sus libros exento de este prodigioso maleficio es precisamente El amante. En esta década de los sesenta hay que añadir otro guión de cine, Une aussi longue absence, nueve obras teatrales, y las primeras películas realizadas por la propia escritora, cada vez más inclinada a utilizar el lenguaje cinematográfico para su propia expresión artística personal, La música y la adaptación al cine de Destruir, dice ella.

EL CINE

La década de los 70 es precisamente la del predominio del cine en la obra artística de Marguerite Duras, ya que realizó trece pelícu­las, aparte de publicar cinco guiones propios y dos obras teatrales más. En el terreno de la na­rración, sólo se puede citar una novela, al abrirse la década –pero que es también una pequeña obra maestra, L'Amour (1970)– y un breve relato cuando se cerraba, El hombre sentado en el pasillo, en 1980, que fue su primera incursión en el terreno de la literatura erótica. Asimismo es necesario citar un libro de diálogos con Xaviére Gautier, Les parleuses, así como los títulos de sus principales películas: Jaune le soleil, Nathalie Granger, India Song, La mujer del Ganges, Baxter, Vera Baxter, Son nom de Venise dans Calcutta desért, El camión y las diversas versiones de Aurelia Stéiner.

En efecto, las interpenetraciones de los géne ros en la obra de Marguerite Duras, a estas alturas, es ya otra de sus constantes. No es nada extraño que un texto narrativo pase al escenario de un teatro, o que se edifique sobre él una pelí­cula, y viceversa, o que un mismo – ¿un mismo? nunca se puede asegurar– argumento o personajes parecidos y hasta con los mismos nombres -y que al final pueden ser totalmente distintos- se paseen por las páginas de un libro o por la pantalla de un cine. Y más aún: toda la permanente elipsis de sus obras narrativas, sus experimentos de sintaxis –nunca de texto, que sigue siendo transparente– la delicadeza y sobriedad de sus diálogos, se adelgazan hasta extremos increíbles en sus obras cinematográficas, que resultan así mucho más vanguardistas y experimentales que sus libros. De hecho, así como en su carrera como escritora su triunfo inicial no fue muy complicado, aunque se redujo a los límites de una minoría ilustrada, su obra como cineasta tropieza con dificultades mucho mayores. Es lógico: se puede escribir un libro con un lápiz y doscientas cuartillas. Hacer una película requiere una inversión industrial en toda forma. El libro puede existir antes de verse editado, una película no. De ahí que la obra cinematográfica de Marguerite Duras, que rompe todos los moldes y depara sorpresas estéticas e intelectuales sin cuento, haya devorado todos sus ahorros, todas sus capacidades de obtener ayudas económicas, vaciado todos los bolsillos y que, realizada en productoras marginales y efímeras, tropiece con dificultades insalvables para llegar al gran público, y que apenas haya traspasado las fronteras de su propio país, salvo para gozo e inquietud de pequeños círculos de aficionados o para asociaciones de cinéfilos y similares.

En los últimos cuatro años, la escritora ya no pone nada debajo de los títulos de sus obras. De toda evidencia, Agatha y Savannah Bay son obras teatrales, dos textos breves, El hombre atlántico y esa leve obra maestra que es El mal de la muerte son dos novelas cortas, donde continúa su investigación por los terrenos del erotismo, Outside y L'Eté 80 son recopilaciones de trabajos periodísticos, el primero de sus comienzos y el segundo del año que su título indica. También ha publicado adaptaciones teatrales de obras de Henry James, y Strindberg, un libro de fotografías comentado Los lugares de Marguerite Duras y este libro, El amante, que tal vez sea una novela, un conjunto de textos autobiográficos, o la ensoñación de una escritora recordando su rostro juvenil en los años precisos de su madurez, después de atravesar el proceso de desintoxicación alcohólica al que me he referido.

EL ALCOHOL

En efecto, Marguerite Duras cayó en el alcoholismo. Su afición a la bebida, en el seno de esta vida tan intensa tanto intelectual como físicamente, fue aumentando hasta llegar a límites bastante graves. El proceso de desintoxicación ha sido relatado con una delicadeza y una objetividad pasmosas por un amigo de la escritora, que ha sido su ayudante en numerosas empresas cinematográficas, y que la llevó al hospital y siguió paso a paso toda su curación. M. D. de Yann Andréa es un libro al mismo tiempo conmovedor y magistral, un acto de devoción, un testimonio estremecedor y hasta un verdadero acto de amor. Y durante aquellos meses extraños, como un misterio más, de la mano de la escritora nacía uno de sus más terribles y maravillosos relatos, El mal de la muerte.

La situación inicial de El mal de la muerte puede ser un tópico de la literatura erótica: un hombre alquila a una muchacha para pasar con ella varias noches de amor. Pero lo que podría reducirse a la típica sucesión monótona de descripciones eróticas, se amplía hasta el plano metafísico. y se cumple irremediablemente en poco más de cincuenta páginas. Pues el hombre está aquejado de un extraño mal, es, en realidad, un enfermo: no sabe amar. En resumidas cuentas, está condenado. La muchacha detecta la presencia del mal, de esa extraña enfermedad que a su vez revela la presencia de la nada y de la muerte. «Qué raro –dice– un muerto». La intensidad, la delicadeza, el equilibrio y la poesía de estas breves páginas constituyen una de las cumbres de las letras universales de estos últimos años.

Y «EL AMANTE»

Pero volvamos a esta narración delicada y grandiosa, El amante, que resulta ser por ahora el final y el resumen de esta larga y rica vida de un artista ejemplar. En realidad, se trata de una obra no muy larga, de un texto narra­tivo que posee todos los caracteres de una no­vela singular. Cuando recibió el Goncourt -para el que se barajaban muchos otros nombres, más centrados en la vida social y mundana de los medios de comunicación parisienses- este libro estaba ya siendo consumido por el público que lo había convertido en un verdadero y auténtico éxito de ventas, o «best-se­ller», como lamentablemente se suele decir. Doscientos mil ejemplares del libro estaban ya vendidos cuando el jurado del Goncourt decidió premiarlo, rompiendo de esta manera la costumbre mediocre de los últimos años en los que se solía galardonar libros al uso, historias convencionales, e insignificantes o novelas con algún germen de escándalo o de débiles posibilidades publicitarias. El premio fue por ello una sorpresa, aunque no podía serlo el de descubrir las capacidades artísticas de la escritora, ya ampliamente demostradas.

Tal vez hubo dos circunstancias que ayudaron a la rápida comprensión del libro por parte de un amplio grupo de lectores. Y fue, en pri­mer lugar, una entrevista con la escritora aparecida en la revista Le Nouvel Observateur, y despues una emisión de televisión que le fue consagrada, dentro del programa literario semanal Apostrophes. ¿Publicidad? Desde luego. Pero hay que tener en cuenta que por la citada emisión de televisión pasan todas las figuras de la literatura francesa que publican algún libro de interés, aunque luego sólo dure una temporada, y que en las páginas de la citada revista aparecen asimismo destacadas todas las novedades artís­ticas de interés. No fue por lo tanto sólo el hecho de estas entrevistas lo que provocó el alud de los lectores hacia El amante. Fue, simplemente, la reaparición de Marguerite Duras ante su público, después de unos años de carrera literaria minoritaria y vacilante, y de su curación del alcoholismo. Y fue sin duda también el hecho de que la escritora se mostró sembrada por todos los dones de su inteligencia y sensibilidad para llegar al corazón de los lectores. Pero esto fue sólo el principio, pues todo lo demás lo hizo el libro solo.

¿Y qué cuenta este libro? En un principio, el tema podría ser la primera piedra de escándalo: se trata de los amores entre una niña blanca de quince años de edad y un joven y rico comerciante chino, en el Vietnam –entonces se llamaba Indochina– dominado por el colonialismo francés de los finales años veinte. Ya se sabe que la obra de Marguerite Duras surge precisamente de aquellos mismos parajes, donde nació la propia escritora, y este escenario y con­texto se transparentaban ya desde hace muchos años en la obra de esta autora singular. El argumento resuena entonces, como el reflejo de múltiples ecos, como si proviniera de muchas de las obras anteriores de Marguerite Duras. En efecto, El amante parece suceder temáticamente a Un dique contra el Pacífico, su tercera novela, y en sus páginas vemos como aparecen los personajes de L'Eden Cinema, y en algunos de sus episodios los de India Song. Pero se trata de un libro posterior, que sucede a los anteriores, y que de alguna manera los profundiza y complementa. También sabemos que la obra de la escritora había ido derivando en los años anteriores al alcohol hacia un erotismo cada vez más exacerbado había ido rompiendo barreras expresivas, ahondando en los oscuros y ambiguos terrenos del deseo, en los dominios terrenales de los cuerpos desvalidos y omnipotentes, como si hubiese encontrado en los abismos de su búsqueda los más oscuros puntos de apoyo, los territorios materiales donde anclar una búsqueda inocente y tremendamente pervertida. Perversión o corrupción de menores tal vez. La misma autora lo dice en una de las páginas de este libro conmovedor. «Nuestro amor podía llevarnos a la cárcel». Pero el lector va teniendo la sensación de que por una parte se le escamotea la consabida dosis de erotismo a la que estamos acostumbrados, que esas descripciones encarnizadas no nos conceden el habitual consumo del placer impotente, y de que, por otra, se nos está arrastrando hacia oscuros dominios donde el placer rinde homenaje a la búsqueda omnipotente del deseo, y donde esta desesperada, desvalida e inocente investigación, donde este deseo recobra sus derechos avasalladores, desemboca finalmente en la historia compleja y terrible de la propia liberación. Se trata, en realidad, de la historia de un aprendizaje, de una fábula donde un personaje de mujer -de una mujer que empieza a serlo- recorre un camino iniciático, un sendero donde amor y pecado se confunden minuciosa y exas peradamente para acceder al estadio final de una femineidad profunda, completa y que desafía al mundo. La delicadeza de estas imágenes rompe su profundo equilibrio expresivo, la calidad estética de esta prosa transparente des­borda cualquier categoría erótica: este libro va mucho más allá, supera tanto su propio forma­lismo estilístico como su deliberado erotismo. Pero ¿se trata de una verdadera novela? ¿Quién lo sabe, y qué es precisamente una novela? Las estructuras del relato tradicional nos llegan completamente rotas, dispersas, como los restos de un naufragio. Para el lector habitual de Marguerite Duras, acostumbrado a sus osadías expresivas, esto no es ninguna sorpresa. Para quien la aborde por vez primera puede serlo, pero total y absolutamente gratificadora si la lee con atención, o simplemente dejándose llevar por el flujo todopoderoso de sus imágenes y de sus sensaciones. En verdad, y la propia escritora así lo ha declarado, se trata de un texto que comenzó a escribir como si fuera un encadenamiento de comentarios en tomo a una serie de viejas fotografías ya enmohecidas por el paso del tiempo. Era el primer libro que escribía después de haber pasado por ese otro rito terrible, el de la curación de su alcoho­lismo. Un alcoholismo del que sin embargo no acaba de renegar. Ya no bebe -«tengo un hígado diminuto» dice- pero considera que «el alcohol es perfecto». «No hay más que fijarse en los borrachos de las tabernas. Hablan solos, son perfectamente felices, están en armonía consigo mismos. Son reyes. Son los auténticos reyes del mundo».

Después de haber alcanzado este estado de felicidad absoluta, y sin embargo ficticia, Marguerite Duras se puso a escribir una serie de co­mentarios dispersos -pero nunca inconexos, pues están férreamente unidos por un misterioso mecanismo interior- en torno a unas viejas fotografías. Por eso este libro recuerda una recopilación anterior, una conversación mante­nida con Michelle Porte alrededor de una serie de fotografías de su vida, de sus mansiones y residencia habituales, y publicada en 1977 bajo el título de Les Lieux de Marguerite Duras («Los luga res de M. D.») y en el que aparece en público por vez primera esa célebre imagen de su rostro cuando contaba 18 años de edad. Ese rostro indeciblemente hermoso, pero que desapareció de su cara cuando apenas tenía dos años más. Un rostro que envejeció muy deprisa, antes de que llegara el alcohol, como -ella lo dice en este libro- si se hubiera preparado a esa venida de ese alcohol que en su caso ha revestido el papel de Dios, esto es, del destino. Se trata ahora de ver esos surcos, esas arrugas que Dios, el destino o el alcohol, han dejado sobre el rostro de la escritora, labrándolo como si se tratara de una tierra, de un campo fértil que ahora muestra las huellas de esa labor fecunda a pesar de todo. Un rostro devastado, destruido ¿o tal vez simplemente labrado hasta la exasperación?

La memoria de la escritora se lanza a tumba abierta a través de esas viejas imágenes y la de su propio rostro final en el espejo actual. ¿Auto­biografía? Nada menos cierto. «Yo soy el centro de este libro», dice Marguerite Duras, pero niega al mismo tiempo que se trate de una auto­biografía: «No lo es aunque lo que aparece en el texto haya sido verdad alguna vez». Pues en su vida no hay un centro, el torbellino esencial de estas imágenes no se nuclea en tomo a una exis­tencia, sino alrededor de una serie de conceptos universales e imaginarios al mismo tiempo. No hay aquí malos ni buenos, inocentes o culpables. Nos hallamos en un mundo aparte, fuera de la moral, donde los cuerpos y el deseo recobran sus derechos virginales e inocentes. El joven comerciante chino, millonario e inocente también, no acaba por seducir a la adolescente francesa, sino que parece ser seducido por ella y alimenta los consabidos terrores hacia un futuro que se le escapa. El también ha sido obligado. Obligado por el misterio de ese cuerpo joven, adolescente, flaco y misterioso, que el rostro bellísimo apenas puede revelar. ¿Y ella? ¿Qué obliga a esta niña a seguir a ese torpe y dulce asiático adorador al interior de la majestuosa limusina negra? No el amor, que no conoce, ni el placer, del que no sabe nada todavía, ni el dinero tal vez, del que desde luego carece, pero que tampoco es la solución de nada, sino la simple excusa para presentar después ante el universo posterior de las incomprensiones. Tal vez el deseo, o, mejor aún, la imagen de un deseo que desde luego se agotará después en sí mismo en este avatar concreto, pues sobrevive a toda satisfacción. El deseo perdura siempre a toda satisfacción, sigue siendo el gran superviviente y prevalece sobre sus propios protago­nistas coyunturales destinados siempre a desaparecer en un momento dado.

Pues además tampoco se trata exactamente de una historia de amor, o al menos no del amor habitual que en principio se nos muestra. Por detrás, y con mucha mayor potencia e in­tensidad, se desgrana la historia de una familia imposible, la que componen una joven viuda, maestra francesa en esta colonia oriental, y sus tres hijos, dos varones y una hembra, que será la que al final desgrane la historia. La historia de la locura de una madre, de la vesania del her­mano mayor y la del sacrificio del menor, que se desarrolla de acuerdo con los más viejos rituales de esta especie. La voz de la escritora desgrana recuerdos familiares que llegan de antes y van mucho después de la simple aventura amorosa que aparentemente ocupa el primer lugar de la escena. El libro cobra así una extraña profundidad, en torno también a otros estratos consabidos de carácter más colectivo: la situación colonial, el racismo, la corrupción administrativa, la rebeldía individual y la política, el nacimiento y consunción del amor, y el destino de la mujer, en todo caso, en estos tiempos de liberación y fracaso.

La voz de Marguerite Duras abarca lo colectivo a través de lo individual, muestra la pervivencia del amor frente a sus propios fracasos sucesivos. El amor es una disponibilidad, el deseo un privilegio, y nada puede prevalecer frente a estas dos armas cósmicas de la persona­ lidad femenina. Las cualidades «orientales» del arte de esta escritora misteriosa, tan patentes en esta obra, se centran de este modo en su esencial cualidad de mujer. Mucho se habla en nuestro tiempo de literatura feminista, de si existe o no una escritura femenina en profundi­ dad, peculiar y diferente en el seno de la gran literatura universal de nuestros días. Si la hay, la de Marguerite Duras es tal vez una de las más altas. Y su propia existencia, la lectura o la escucha de esta voz excepcional, nos impulsa a pensar que sí, que las letras del mundo pueden albergar con toda sencillez, emoción y reconocimiento, la existencia de una literatura donde la mujer es la forma misma de sus propios contenidos.

Rafael Conté.

Madrid, diciembre, 1984

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